LOS HELADOS

El padre de Martín Villalba había muerto aplastado por una bola de demolición cuando él tenía nueve años. Su madre acostumbraba decir que “la piqueta fatal del progreso” lo había dejado huérfano.
- ¿Qué es fatal, mamita?- le había preguntado un día, porque sí sabía lo que era una piqueta.
- Que mata, Martín, que mata- le había respondido.
Así que Martín Villalba creció creyendo que el progreso era algo que, armado de piqueta, andaba matando a la gente. Recién de grande pudo entender que los dueños de la tienda del pueblo no eran mala gente y se sonreía cuando recordaba su temor infantil a pasar frente a la puerta que, en letras enormes, decía "El Progreso".
Lo había criado, entonces, una madre que al enviudar se había puesto vestido negro para no sacárselo nunca más. También de grande Martín Villalba tomó conciencia de la juventud y belleza de su madre al quedar viuda y hacía esfuerzos por verla así, ahora que se había encorvado y tenía el pelo blanco.
La mamá de Martín Villalba se había puesto a bordar al morir su marido como forma de obtener algún dinero. Bordaba a mano o a máquina hermosas sábanas, manteles, visillos y enaguas, principalmente para las señoritas que se preparaban para el casamiento. Habían subsistido apenas los primeros años por falta de una clientela estable que pudiera pagar el trabajo. Pero un día, la prima de una vecina que vino de visita prometió mandarle una amiga que se estaba por casar y que, al no ser habilidosa, quería encontrar alguna bordadora poco conocida que la ayudara a emprolijar y terminar su ajuar. Ese trabajo semi-clandestino, paradójicamente, le abrió las puertas de las familias más pudientes. Dos y tres señoritas por semana, siempre a distinta hora, venían a que la madre de Martín Villalba les remendara, deshiciera, emprolijara, rehiciera lo que sus torpes manos o pereza no habían podido. La madre de Martín Villalba debía ser discreta. Nunca debía nombrar a una clienta estando con otra, aunque la provocaran. Y vaya si la provocaban. Se morían por averiguar si alguien más era tan mentirosa como ellas. Una vez efectuado el casamiento y estrenadas las sábanas, el rigor del secreto se atenuaba y las ahora señoras corrían en auxilio de otra amiga casadera, recomendándole una bordadora poco conocida que había ayudado a una amiga con el engorroso ajuar.
En esas idas y venidas de señoritas de buena familia conoció al señor Pereda, dueño de un negocio de maquinaria agrícola, cuya hija se casaba en pocos meses más con un prometedor joven arquitecto. Martín Villalba no supo nunca si la amistad con el Sr. Pereda o las ayudantías clandestinas en bordados explicaron el cambio que se produjo en sus vidas.
La madre de Martín Villalba bordaba todo el día hasta entrada la noche. El movimiento de clientas era fluido y las visitas del Sr. Pereda cada vez más frecuentes hasta hacerse habituales. Martín Villalba se acostumbró rápidamente a la presencia del Sr. Pereda y se acostumbró también a la injerencia, cada vez mayor, que iba tomando en las decisiones familiares.
- Martín, mostrale el carnet de calificaciones al Sr. Pereda.- le decía su madre.
Al principio fue el carnet o el cuaderno de clase, luego, con los años, discutieron con él si Martín debía ir a la Escuela de Artes y Oficios o tomar unas clases de contabilidad y máquina. El Sr. Pereda fue terminante: debía aprender el trabajo de oficina para ayudarlo en el negocio.
Así fue que Martín Villalba empezó a trabajar en el comercio del Sr. Pereda, en una oficina pequeñita, ubicada arriba del salón de ventas, en la que no entraba más luz del sol que la que se reflejaba desde abajo. Del muchacho robusto y rozagante, los años y el oficio hicieron un hombrecito flaco con la cara del color de los libros que llevaba. A los 32 años seguía viviendo con su madre, sin haberse casado y sin haberse preguntado nunca qué había más allá del pueblo, llamado ciudad, en que vivía.
El Sr. Pereda era un visionario. En el momento preciso supo transformar su almacén de ramos generales en importadora de maquinaria agrícola, ramo en el que todos los días había novedades en las grandes ciudades y que él ponía al alcance de los agricultores locales. Julián Benítez, el prometedor joven arquitecto, no había construido más que el moderno local de ventas para dedicarse de lleno a vender por todos los caminos, las extraordinarias máquinas que sustituían el trabajo de muchos hombres. Era su mano derecha. Viajaba también a Buenos Aires y a Montevideo para cerrar negocio con las concesionarias mayores o facilitar los trámites de importación. Sus buenos modales, su capacidad de adaptación y la precisión de sus comentarios, sumado a un manejo innato de la psicología del otro, lo habían convertido en el más hábil vendedor que el Sr. Pereda pudiera imaginar. Tal vez, alguna vez mirara a Martín Villalba con la pena de no haber podido vencer su naturaleza. Pero contaba con él. Su minuciosidad para las cuentas y su prolijidad para llevar libros y papeles, también lo hacían ocupar un lugar importante en el negocio.
Un día Julián Benítez cayó enfermo, después de un tonto accidente en la demostración de una máquina. Una polea le había cercenado una falange, herida que no atendió a tiempo y que comenzó a extenderse por todo el brazo. La hija del Sr. Pereda, el Sr. Pereda, Martín Villalba y hasta su madre siguieron angustiados el derrotero de la infección que parecía no tener fin y que consumió a Julián Benítez en dos semanas.
El Sr. Pereda era un visionario, pero se sentía viejo para recorrer los caminos polvorientos vendiendo los repuestos y las máquinas. Sin embargo, podía ingeniárselas para atraer a los agricultores al pueblo con volantes, demostraciones gratuitas y descuentos. Él podía ocuparse. Pero mantener los negocios con Montevideo y Buenos Aires requería del tiempo que no disponía. Aunque el barco había mejorado las incomodidades de la diligencia, era un largo viaje por el río para llegar a una ciudad enorme que le trastornaba los sentidos. El ruido, la gente y la mugre de las calles le hacían desear volver al pueblo al minuto de haber llegado.
Fue entonces cuando decidió enviar a Martín Villalba a Buenos Aires a encargarse de la actualización del catálogo de cosechadoras. Debía ir a una concesionaria en pleno centro, interiorizarse de los nuevos modelos y de las diferencias con los actuales y traer un ejemplar del catálogo, preferentemente traducido al español, para que el Sr. Pereda evaluara la conveniencia de una importación.
Martín Villalba, totalmente perdido, subió al vapor que lo llevaría a Buenos Aires en dos días. Había intentado explicarle al Sr. Pereda que no sabía nada de repuestos ni de máquinas y que era inútil enviarlo para que después le explicara. El Sr. Pereda desestimó sus argumentos, sugiriéndole que tomara nota de cuanto le dijeran y que se ayudara de croquis y dibujos para no perder detalle. Palmeándole la espalda le deseó suerte, dejándolo en el muelle de embarque sólo con la valijita de cartón que su madre le había ayudado a preparar.
Si al Sr. Pereda la gran ciudad le trastornaba los sentidos, a Martín Villalba lo paralizó. Tanto, que no salió del hotel más que para ir a la oficina en el centro donde debía realizar sus diligencias. Iba y venía de la oficina al hotel y del hotel a la oficina en el tranvía que el Sr. Pereda le había indicado y que él, prolijamente, había anotado en su libretita junto al nombre del caballero con quien tenía que tratar. Conseguir la versión traducida al español del catálogo de la fábrica inglesa fue la dificultad mayor, ya que no le había resultado tan difícil echar mano a la libreta para anotar o dibujar lo que le iban explicando. Tantas conversaciones escuchadas involuntariamente entre el Sr. Pereda y Julián Benítez o entre éste y los clientes, más las innumerables veces que había asentado en los libros el movimiento de tuercas, pernos y tornillos le dieron una familiaridad de la cual el primer sorprendido fue el propio Martín Villalba. Como el catálogo traducido al español demoraría al menos 30 días en llegar desde la casa matriz, en la oficina le ofrecieron la colaboración de una traductora, Mrs. White, esposa de un técnico del ferrocarril y maestra de profesión en su Inglaterra natal. Si bien esta alternativa resolvía transitoriamente la falta del catálogo original, alargó más allá de lo previsto su estadía en Buenos Aires.
Las primeras tardes, mientras esperaba que Mrs. White avanzara en el trabajo de traducción, las pasó encerrado en su pieza de hotel, alternando sus siestas con la lectura de varios libros que había llevado consigo. Por las mañanas seguía yendo a la oficina del centro, pero las tardes se transformaron en largas esperas entre un día y otro.
Al tercer día, muerto de aburrimiento, decidió bajar al salón del hotel donde había visto que se reunían varios huéspedes a conversar, leer el diario o escuchar la radio. Así conoció al Dr. Varela, un médico correntino que se mostró muy sorprendido al saber que Martín Villalba no había visto nada de la gran ciudad. Pero, cómo explicarle que lo aterraba el movimiento de las calles. Tanto alboroto, aún a la hora de la siesta, lo confundían. La cantidad de automóviles, cruzándose con tranvías y coches a caballo lo paralizaban literalmente, a riesgo de ser atropellado. En su pueblo, sólo el Sr. Pereda y el doctor tenían automóviles y nunca andaban a la velocidad que, con total descaro, desarrollaban aquí, en la misma calle donde los niños jugaban a la pelota.
- Es el progreso, mi amigo. - le dijo el Dr. Varela.
Martín Villalba sonrió para sus adentros recordando sus antiguos temores que, por lo visto, seguían persiguiéndolo.
- Pero hay otras cosas también, mi amigo – continuó el Dr. Varela -¿No querría venir conmigo a tomar un refresco y escuchar algún cantante de moda? También podríamos ir al biógrafo o a algún salón de baile.
- No, gracias, -respondió Martín Villalba, incapaz de imaginarse forzado a bailar con una señorita totalmente desconocida para él.
- Tal vez la primera alternativa sea mejor. - agregó para no parecer descortés.
Así fue que ambos salieron a caminar hacia el centro, conversando de las actividades de cada uno, en tanto el Dr. Varela lo instruía sobre esta ciudad que ya era la más grande de esta parte del mundo. Al principio Martín Villalba no podía librarse del pánico de encontrarse en la ruta de algún bólido moderno, deteniéndose en cada esquina con exageración.
- Cruce ahora, mi amigo. – le decía el Dr. Varela, sin ningún dejo de burla en la voz.
Al rato caminaba distendido por las calles de Buenos Aires, dejándose llevar por la voz del Dr. Varela y disfrutando del olor a jazmines que poblaba el aire. Llegaron a una especie de terraza en la misma vereda, donde se habían dispuesto mesas con sombrillas y donde varias personas charlaban y comían cremas de distintos colores en sendas copas de vidrio.
- Venga mi amigo, le voy a hacer probar una de las exquisiteces que han traído los inmigrantes. No se va a arrepentir.
- ¿De qué se trata? – preguntó Martín Villalba.
- Les llaman cremas heladas. Hay de muchos sabores y uno puede combinarlas como desee – respondió el Dr. Varela. - Son la sensación del verano – agregó, retirando una silla e invitándolo a sentarse.
Guiado siempre por el Dr. Varela, ahora en este novedoso itinerario gastronómico, comenzaron por pedir una copa de menta y chocolate. El primer encantamiento fue el color. Se quedó extasiado mirando la copa. El verde de la menta, dispuesta en bucles sobre el marrón chocolate y coronada por una brillante cereza era una representación viva de los mismos árboles que rodeaban la terraza.
- Adelante mi amigo, pruebe. – lo incitó el Dr. Varela.
Martín Villalba se llevó la cuchara a la boca y pensó en su madre, allá en el pueblo, bordando sábanas que otros iban a usar. La suavidad de la crema más el frío que se hacía tibio en la boca, parecieron colársele por cada poro del paladar y extenderse. Martín Villalba sintió que se le aflojaban los miembros, inundados por esa combinación increíble de sabor, textura y temperatura. Volvió a levantar la cuchara y postergó el disfrute del momento pensando en cómo le contaría a su madre esa experiencia de placentera invasión interior. Después de la menta y chocolate probaron limón y crema rusa, un extraño nombre para una crema con frutas secas. Martín Villalba miraba la pizarra donde se listaban los sabores y en su mente contable aparecían las numerosas combinaciones que podía probar. Necesitaba 15 días más, probando tres por día para degustarlas a todas. Y eso sin contar que quisiera repetir alguna.
A partir de ese día su objetivo fue llegar al final de la lista en la pizarra. Con rigor burocrático comenzó a intentar todas las combinaciones que el chocolate le permitía, para luego pasar al segundo sabor de la lista y repetir el procedimiento. Al mediodía, al volver de la oficina del centro, paraba en la terraza y pedía una o dos copas heladas. De tardecita, el paseo obligado con el Dr. Varela también tenía el mismo fin. Ahora él llevaba la delantera, instándolo a probar sus últimos descubrimientos del mediodía. No acordaban sobre las preferencias, pero esas discusiones también contribuían a hacer más atractivo el derrotero.
Casi había probado todas las combinaciones y ya se inclinaba por el manjar del cielo y sambayón, atraído por el delirio del celeste y amarillo, cuando Mrs. White le presentó completa la traducción del catálogo.
Martín Villalba se sintió decepcionado pero no dijo nada. Revisó distraídamente la prolija caligrafía de Mrs. White, engrapada a cada hoja del catálogo original. Un trabajo minucioso, que hubiera despertado su admiración una semana atrás, sólo recibió un desabrido agradecimiento. Se sentía triste. Como aquel día que siendo niño su madre lo llamó para tomar la merienda justo en el momento que había logrado apoderarse de la pelota y corría hacia el arco seguro del gol. Igual que ahora, había demorado su entrada al juego e igual que ahora, no había podido concretar el gol.
A Martín Villalba no se le hubiera ocurrido robarle un día en Buenos Aires al Sr. Pereda. El vapor zarpaba por la tarde así que aún podía probar dos copas más. Se despidió de todos en la oficina del centro, envió un telegrama al Sr. Pereda anunciándole su regreso y tomó el tranvía hacia el hotel para preparar su valijita. El mismo recorrido que la primera vez realizó nervioso, esforzándose por retener cualquier señal que le ayudara a identificar la parada, el que después se hizo familiar y transitaba con la seguridad de la rutina, fue el mismo recorrido que hoy miraba por última vez invadido por una honda decepción. Veía pasar a través de la ventanilla las mismas casas, los mismos carteles, los mismos mendigos en las mismas esquinas como cada día desde quince días atrás, pero hoy pensaba en los seis sabores que nunca probaría. Tal vez si no hubiera logrado cumplir con los encargos del Sr. Pereda no se sentiría así. ¡Pero esos helados!
Sabía que el mundo era grande pero no que escondiera delicias inimaginables. Cuando llegó a la altura de la terraza de los inmigrantes, descendió del tranvía y se dispuso a cumplir con su ritual por última vez. Pidió primero una copa de menta y chocolate, la primera, inigualable, y luego otra de frutilla y vainilla, más suave, menos exótica. Los restos rosados y blancos de la última copa le recordaron a su madre. Inmediatamente se decidió. Llamó a la muchacha que atendía y le pidió nuevamente los mismos sabores.
- Para llevar.- aclaró.
Sin reparar en la cara de sorpresa de la muchacha, salió de la heladería con el paquete bajo el brazo y se dirigió con paso rápido al hotel, sintiendo el fresco en las manos. Con su minuciosidad habitual, preparó la valijita, sin olvidarse de colocar entre dos toallas los helados.
Y se sentó a esperar la hora que salía el vapor.




Seudónimo: Mariana Mencion en el Concurso de Cuentos Felisberto Hernandez. 2001. Universidad de la Republica. Uruguay.

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