Chichén Itzá. 2005.








El recuerdo lejano no es lo mismo, pero es la crónica que falta. Las ruinas más antiguas, la ciudad más grande, la más estudiada, la más sabia aparece descuidada y desprolija. La noche anterior recorrimos una ruta entre pueblos para llegar al show de luces y sonidos que nos haría ver la serpiente bajando la escalera del Templo Mayor el 21 de marzo. Luces y sonidos en la noche de Yucatán que se vieron frustrados por el comienzo de la estación de lluvias.
Al día siguiente la luz del día descubre una ciudad sobre tierra árida. Lejos del embrujo de la selva de Palenque, Chichén Itzá se levanta sobre una gramilla seca y pelada. Otros colores, otros paisajes.
La historia es exquisita: el templo de la serpiente, construido con exactos conocimientos de astronomía; el patio de las 100 columnas que hoy semejan espectros de los vendedores y paseantes que debieron ser; el observatorio, redondo y misterioso; la casa de las monjas, imposible en su concepación superpuesta, parece un edificio de viviendas colectivo para gente sensible a la belleza y al arte; el juego de pelota en su inmemsidad no permite imaginar la destreza de los hombres que ofrecían su vida al ganar; el patio de los condenados; el baño sauna y tantos y tantos edificios y construcciones muy abandonados por los años y el INAH.
Esta crónica es pobre, pero Chichén Itzá con su xenote sagrado no podía faltar.

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