Le Sud Ouest francais. Gaillac y Cordes.




Cordes vale realmente la pena. Es como llegar a la Edad Media o más bien a alguna película, porque uno de no deja de tener la certeza de estar en el siglo XXI. El pueblo va trepando la montaña hasta coronar el cerro y hasta allí subimos nosotros. El peruano nos llevaba ventaja y mis años de fumadora y sedentarismo también. Cada tanto, utilizando el pretexto del paisaje para tomar aire, nos deteníamos a admirar el colorido en retazos del campo francés, verde brillante, ocres, amarillos, marrones rojizos cada vez más pequeñitos a medida que subíamos. El pueblo es hermoso, de un marrón predominante en piedras y maderas, sorprendido cada tanto por santarritas u otras flores rosadas que renuevan (y reviven) las viejas fachadas. Una plaza central techada, como un viejo mercado, es el centro del pueblo de donde parten las callejuelas imposibles de transitar en auto. Nada cuesta imaginarse el movimiento de la gente 1000 años atrás gritando y peleando bajo el alto techo tratando de cerrar negocio. Hoy, una decena de turistas almuerzan aprovechando el inusual calor otoñal. Desde un balcón, estratégicamente colocada, nos observa una armadura de caballero medieval. Almorzamos luego en La Bride, un coqueto restaurant en la terraza más alta de la villa, canard à l’orange por ser el plato más barato.

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