El Tío Benjamín


Al tío Benjamín le gustaba amanecer en la quinta. Cada madrugada, antes de salir el sol, cuando aún todos dormían en su casa, azada en mano rumbeaba hacia el montecito de frutales. Desde allí, ladera arriba, en un retorno minuciosamente aprendido atravesaba canteros, hileras y terrazas eligiendo, con precisión de contable, las malezas que ese día iba a eliminar. A veces, entre el rabanito y la achicoria le perdonaba la vida a una deslumbrante manzanilla y otras hasta raleaba la lechuga en un frenesí carpidor. Después, según las estaciones, aporcaba la zanahoria o entutoraba el tomate con movimientos tan naturales que el piolín o la azada parecían elegantes prolongaciones de su propio cuerpo.
En invierno, antes que las primeras luces de la mañana devolvieran su silueta recortada en ángulo sobre algún cantero, regaba las plantas en abundancia, en un intento por atenuar el daño de la escarcha. Hace mucho que sabía que los canteros cerca del bebedero eran los que nunca se helaban y así había empezado a disolver con calor líquido el frío del agua dura.
Aquella mañana cuando bajaba la ladera de la quinta notó que, aunque el frío era intenso, su respiración no se materializaba en bocanadas de vapor y al levantar la vista para mirar la mañana le pareció que sus plantas se veían agobiadas, empequeñecidas, como si una mala noticia les curvara la espalda. Necesitó esperar unos minutos más de luz para entender lo que pasaba. Y se dio cuenta que no pisaba escarcha en su camino ladera arriba y vio que todas las plantas se arrollaban renegridas achicharradas por algún fuego nocturno.
El tío Benjamín, hombre de muchos inviernos, entendió que de nada valía regar ni rezar porque el fuego que había consumido su quinta era el manto tenebroso de una helada negra.

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