Cadáver Exquisito

Durante las aburridas horas de la siesta, miraba las aceitunas a través del vidrio del acuario. Las revolvía con el cucharón y cada tanto atrapaba una golondrina. Una, dos, tres. Como experto carpintero o como una liebre que da el zarpazo. Esta es para mí. El desafío era tomarla al vuelo, con los labios carnosos hacia delante, estiraba la mano y nadaba hacia ella. Siempre desee esa pelota de colores. Y la miraba con los ojos golosos de crema en las tardes de lluvia cuando salía el sol. A cambio mi tía me ofrecía galletas y cantaba en camisón mientras me prestaba el arpa. Yo escuchaba los ruidos de la calle y refunfuñaba. No me conformaba con el barco de vapor ni con las natillas envueltas en celofán. Era insoportable esa necesidad de tenerla. Era la prueba irrefutable del saqueo. Cuando crecí me hice astronauta pero seguí buscándola. Buscaba en el mar los alelíes rosados que me la recordaban. Me entretuve también tras golondrinas perdidas. Atrapaba castañas en los tejados y recorría los mundos redondos de colores. Encontré zapatillas, amarillas de tan usadas. Encontré manos sin zapatos. No encontré gorriones ateridos de frío. No sé por qué. Había vigilantes en la calle y rodaban los trenes con dificultad. Caracoles no había. Pero yo seguía buscándola con locura. El vacío estaba lleno de artefactos sin sentidos, de voces, de piezas rotas de muñecas de porcelana. Buscaba sonidos y encontré demencia. Como el té en los cuencos de la mano amiga. ¡No basta!, exclamé. La necesito como a huesos de hormigas africanas. Sólo entonces apareció mi tía recitando a Manrique vestida de Chanel. ¡Qué perfección! Me olvidé de la pelota, de las golondrinas, los caracoles y las astronautas. Sentí un rumor cálido de viento norte. Y antes de llegar al fondo, engrosé el botín con una corona de sal y me quedé dormida.

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