Ciudad inundada. Desde Paysandú. En Brecha, diciembre de 2009.

La ciudad se hunde por tres lados y sólo sobrevive desde la base de sus colinas. Y ya hay agua en la plaza en la que el pasado domingo 29 de noviembre festejamos el nuevo presidente. Una chalana atada al farol frente al café “La Humedad” inaugura la Venecia oriental de canales con árboles, faroles, cercos floridos y balcones por los que circulan las lanchas. Aunque vivamos en el centro no se puede orillar la tragedia. Todos tenemos un compañero que no vino a trabajar porque está mudando a los padres o un amigo que falla a la cita por darle una mano a un pariente. Hoy la gente sabe a ciencia cierta a qué altura del río tiene que abandonar su casa y está pendiente del avance de las aguas. Toda la ciudad se conmueve en un permanente trasiego de camiones que descargan los naufragios de familias enteras como espectros en procesión. Todo local vacío cobija trastos y personas y los familiares se amontonan en las casas ladera arriba. Tanto ricos como pobres viven a orillas del río, unos en la costanera y otros en las barriadas del sur pero ninguno escapa a la masa democratizadora de agua que llega hasta el cordón y en el vaivén del golpeteo sube a la vereda, luego al umbral, llega al zaguán y ya está adentro. Como las agujas del reloj, avanza sin ser vista salvo por las marcas que supera.

El lenguaje se puebla de palabras de agua: evacuados, cota, mudanza, donaciones, sumergidos, voluntarios. Y de leyendas que alimentan el imaginario de enormes camalotes flotantes o boas y monos enancados en árboles que bajan desde el Brasil. El yacaré gigante ya apareció y se lo puede ver en el zoológico, pero también se han visto otros más pequeños cruzando las calles, aunque es posible que el susto de los testigos confundiera algún lagarto gordo. Abundan en la tarde las historias de robos submarinos de puertas y lavatorios, de patrullaje de vecinos en lancha o de vandalismo de artefactos en los refugios. Circulan las historias como los remolinos del río que se demora entre los jardines revividos por tanta humedad.

Y cada familia tiene su estrategia. Las hay que se resisten a salir hasta vivir unos días con el agua a los tobillos con la cama y la mesa sobre tacos. Otros suben al techo y montan guardia con el perro y los colchones. Otros acampan frente a la puerta con el abuelo en silla de ruedas y la cocina a gas. Estos son los que anteponen el cuidado de sus pertenencias a la calidad de vida. Trabajadores esforzados o avaros contumaces son los que están peor y a su riesgo. En el barrio La Chapita los chancheros trasladaron los corrales hasta el cantero de la avenida y ahí siguen con su vida, mirando el río a la espera que las aguas bajen para volver a levantarse. Acampan a merced de las tormentas, la humedad, la falta de higiene y las alimañas. Recostada en una reposera, al costado de la tolderías que ha armado su familia, Mabel fuma y mira el río que circula entre los techos de las casas que asoman por sobre el nivel del agua. Está embarazada y mientras balancea la pierna jugando con su chancleta nos dice, con indiferencia, que ella espera. “¿Y qué esperás?”, le preguntamos. “Que baje el río o que nazca el gurí”, nos contesta sin separar la vista del agua marrón. Jorge tiene 42 años y recoge basura para criar chanchos desde hace seis años. Ahora trasladó los animales a zona seca. Los chanchos gritan entre el barro en unos corrales mal armados que parecen a punto de colapsar. Nos dice que él está ahí por los animales, que si no ya se habría ido a los refugios. “Tengo siete gurises”, declara, y “la Intendencia me dice que los lleve al refugio que ahí me los atienden, pero yo no los quiero dar, ¿me entiende?”.

Muchas instituciones y voluntarios han aparecido por la zona como Papá Noel a entregar bolsas de ropa y alimentos desde camionetas. Claudia, responsable del socat* desespera por la necesidad de coordinar. “Cinco años intentando crear otro modelo de asistencia y de un día para otro se nos viene abajo y volvemos a la beneficencia”, declara con preocupación.

Los que se dejan llevar por los servicios del Estado, más baqueanos en ayudas públicas o expertos en inundaciones van sólo con los colchones al estadio u otros refugios a compartir el espacio, mejor vestidos que nunca, mejor comidos que nunca, atendidos, mimados, confortados. Ahí tienen desde maestras para los niños a funciones de cine cada noche. Los primeros días más de uno expresó su deseo de que la inundación no acabe jamás. Al pasar las semanas es probable que el entusiasmo se desgaste con la convivencia. Pero habrá que guardarlo para el retorno.

*Servicios de Orientación, Consulta y Articulación Territorial.

Comentarios