Crónica de verano. Desde Paysandú. En Brecha febrero de 2010.

Después de algunos días de calor agobiante el cielo se raja en masas de agua furiosas. Así han transcurrido los primeros días del año: sube la temperatura hasta volver el aire irrespirable y luego llega la lluvia como una bendición o un tormento. Antes del 6 de enero cayeron 270 mm en cuarenta y ocho horas en la cuenca inmediata de la represa de Salto Grande lo que obligó a liberar más de diez mil metros cúbicos por segundo. Sólo en Paysandú llovió 70 mm en dos horas, con vientos de más de 100 km por hora que se llevaron techos de barrios como el Curupí que estaban siendo reparados. El río, en franca retirada, remontó hasta los cinco metros y los equipos del Comité de Emergencia (CeCoED) se aprontaron para una nueva evacuación. Hoy ha detenido su avance pero apenas retrocede.

La crónica del verano no puede ignorar el drama cercano. Aún hay gente en los refugios y mientras algunos evacuados demandan $30.000 en efectivo con piquetes frente a la Intendencia, los equipos del CeCoED trabajan en la entrega de materiales y evaluando los riesgos del retorno. Los funcionarios municipales limpian calles, desagotan sótanos y sacan peces del foso del anfiteatro que escuchó cantar a Serrat, Ismael Serrano y Air Supply en inolvidables noches de cerveza. El parador de la Zona B, principal playa sanducera, ya reconstruyó la terraza de madera que hace apenas veinte días se veía monte adentro como un navío herido. Las estatuas de Bellas Artes, algunas recuperadas en Casablanca durante la inundación, sueltan amarras y se desperezan en el parque del Museo de la Tradición.

El verano agrede a los habitantes sin playa. El río aún bordea el barranco casi hasta la nueva vereda en construcción, los árboles se internan más de quince metros corriente adentro y las mesas y bancos chapotean con el agua a media asta. Algunos botes siguen sobre el pasto del Yatch Club y la rampa de las lanchas está cubierta de agua. Sólo un fin de semana salimos, dice Mónica de 44 años, quien otros años todas las tardes después del trabajo cruzaba a la isla para un chapuzón ajeno a las aglomeraciones de esta orilla. Y sólo pudimos navegar porque no hay donde bajar. De todo el arenal de la punta, de aquel banco inmenso que había, donde acampábamos, incluso, no queda más que una franjita de dos metros de arena, comenta.

La creciente también afecta los balnearios alternativos de Paso de la Piedras y Paso Guerrero sobre el arroyo San Francisco que, bajo el monte nativo, permiten el asado de fin de semana entre aguas heladas y siestas con tábanos y demás bichos. Marisa tiene 32 años y acostumbra a acampar con su familia en la calzada del San Francisco cerca de la antigua llegada de la Autobalsa. La carpa, el toldo y la fogata contra el alambrado del camino enmarcan el despliegue de color de un tendedero de ropas secándose al sol luego de la tormenta del día anterior. Este año estamos acá sobre la calle por la crecida, comenta a las risas mientras ventila un buzo en el alambrado. Otros años acampamos en el monte, ¿ve donde terminan los postes?, de ahí para adentro, dice señalando una línea de alumbrado que acaba entre los árboles unos cincuenta metros más adelante. ¿Y no la asustan las tormentas?, le pregunto. Para nada, contesta, al que sale a acampar le pasa siempre.

También se acampa en Casablanca, Puerto Viejo en San Javier y Las Cañas en Fray Bentos. Casi sin arena y con el río lamiendo los árboles, decenas de carpas se despliegan dentro el monte y se mezclan toldos y encerados con las ramas de los algarrobos y las cumbias a todo volumen.

A pesar del calor, y no sólo por la creciente, algunos prefieren las Termas. Daymán con sus parques acuáticos y Almirón, a cinco kilómetros de Guichón, son las opciones más frescas. Almirón tal vez sean las menos conocidas y con piletas a 34 grados, unos ocho menos que Arapey, son las únicas del país de agua salada. Sergio Félix, administrador de Guaviyú, comentó que desde fin de año han tenido una asistencia promedio de 600 personas por día, llegando a 1600 los fines de semana. Hasta después de Carnaval los moteles municipales están colmados, señaló.

Los sanduceros, que durante diez años no tuvieron acceso a las playas por la contaminación industrial y el crecimiento urbano, han recuperado el río con la construcción de un nuevo colector y fuertes inversiones en el parque y la infraestructura no hace aún cinco años. Hoy lo disfrutan desde la orilla cuando la lluvia lo permite. Desde la reunión de amigos, el partido de bochas, la caminata o el “paybobeo” en auto a paso de peatón, en la tardecita todos asisten al mejor espectáculo: el cielo estallando en naranja cuando el sol se cuela por detrás de las islas argentinas.

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