Apuntes luminosos. Desde París



¿Qué decir de París que no se haya dicho, escrito o filmado? Todo lo que pueda decirse se aproxima peligrosamente al lugar común. A mí me fascina pensar que estas calles las recorrieron tantos genios: imaginarme que en una esquina del Quartier Latin me cruzo con Scott Fitzerald, con García Márquez. Que en el bistrot del Petit Pont Hemigway garabatea en una mesa de cara al Sena. Que en la puerta del Moulin Rouge aparece Toulousse con La Goulue o que al doblar aquella esquina encuentro discutiendo a Picasso y Modigliani. Que Cuasimodo se descuelga por la nariz de las gárgolas de Notre Dame o que me choco con Cortázar bajo la llovizna y nos decimos “pardon”.

Porque Paris se conoce, se ha visto, se ha estudiado. La diferencia es que uno pasa a formar parte del escenario. Figura y fondo, como decía Matisse.

Uno está allí y esa es la clave. Uno sabe a dónde quiere ir, sabe lo que va a encontrar. A diferencia de otros destinos en los que el asombro es la guía, en París lo es la constatación. Reconocer las estatuas, reconocer las comidas, reconocer las historias, las películas, los cuadros, los edificios. Recorrer París como un acto de reconocimiento y vuelta a las raíces. A entender nuestra cultura, los años de Alliance Francaise, los programas de las materias del liceo, nuestra arquitectura, las cabezas de algunos viejos presidentes y otros intelectuales. “Me lo imaginaba más…”; “Yo pensé que era menos…” se vuelven las expresiones habituales en el recorrido. Y reconforta ver que los jugadores de cartas de Cézanne siguen la partida en el Musée d’Orsay igual que en el corredor de la casa de mis padres o que los campesinos de Van Gogh no han despertado aún de su siesta sobre la parva de trigo. Que las bailarinas de Degas se aprontan para salir a escena y la Anita de Modigliani sigue esperando con expresión triste a pesar del tiempo transcurrido. Y que La Gioconda es tan pequeña como te habían contado aunque uno no pudiera imaginarla.

Pero también hay lugar para el asombro. La dimensión exacta de Notre Dame, por ejemplo, sólo se conoce al escuchar el volumen que llena las voces del coro en las cúpulas de piedra y la altura que alcanzan las notas al vibrar contra los cristales de los rosetones que te elevan y permiten que uno, desde lo alto, participe de la llovizna que se descuelga sobre los techos de pizarra de París. Y también asombra lo vivaces que son los ojos en los retratos de Renoir, lo azul que es el cielo de L’église d’Auvers de Van Gogh o lo simple de los trazos de pastel celeste de los dibujos de Toulousse Lautrec.

Figura y fondo dijo Matisse y ahora uno es parte del cuadro. Y los puestos de vendedores al lado del Sena tienen algo de Tristán Narvaja y el Sena poco del Miguelete porque está vivo y lleno de peces, aún encajonado en el medio de la gran ciudad.

El Louvre es tan perfecto que deslumbra pero no conmueve. Conmueve el Museo Rodin, donde el amor entre el artista y Camile acecha desde los setos y reaparece en los rostros femeninos de las estatuas diseminadas en el parque entre los árboles de otoño.

En el Louvre se revela la magnitud del saqueo a Egipto y Asia Menor. La cripta del hijo de Ramsés III está montada dentro de una sala, con muros y todo. Disponible y preservada para el mundo. Asombra la sabiduría de los egipcios en sus contratos de renta, en sus cálculos contables y en las técnicas de embalsamamiento. Y deslumbra el entramado de las vendas de las momias y el tejido en pedrerías de las mallas que las cubren. Tres sarcófagos para cada muerto, que 5000 años después todavía conservan el oro, el azul y el rojo y cuentan historias de arriba abajo y de derecha a izquierda. De la Mesopotamia se trajeron los toros alados con cabeza de hombres barbados que guardaban las entradas del palacio de Sargón, el “sin rival”, en Nínive; los mosaicos turquesa del león de Nabucodonosor y el código de Hamurabi. Hoy reconstruyen grandes puertas, paredes enteras, lenguas olvidadas en otro palacio en el centro de París.

Si por algo se reconoce París es por la Tour Eiffel. Tantas veces vista en películas y postales, en la ciudad se la ubica desde la Place de la Concorde, desde Champs Elisées, desde Notre Dame. Es fondo obligado de muchas fotos. La marca de identidad en el horizonte. Desde su cúspide, París en los cuatro puntos cardinales se extiende a la luz de la tarde. Bajo la llovizna y azotados por un viento frío de otoño esperamos que la noche encienda las luces de la ciudad y dibuje las calles y edificios con blanco y amarillo. Otro espectáculo. También es figura.

Deslumbra además el otro París, el que se refleja en los edificios de espejo, el de las explanadas con esculturas de Miró, el de las fuentes alineadas con el Arco del Triunfo y los Champs Elysées, el de los colores y formas geométricas, el de las grandes empresas, de los ejecutivos en bicicleta. Es el París de La Défense, la apuesta al futuro que ya llegó.

¿Qué puede decirse de París que no se haya dicho, escrito o filmado sin caer en el lugar común? Casi nada, salvo que es un privilegio formar parte del cuadro.

Publicado en El sanducero 20.10.10

Comentarios