María Esther de Miguel y yo



La novela de María Esther de Miguel "El General, el Pintor y la Dama" provocó una lenta pero imparable movilización de algo anquilosado en mi interior. Ella vivía en una pequeña ciudad de Entre Ríos y la novela transcurría allí, río por medio con mi país, en épocas en que estos territorios eran una sola nación aunque ya los políticos nos habían dividido. Se entretejía el relato con la historia de próceres argentinos, artistas uruguayos, geografía litoraleña y costumbres de dos orillas.
El General vivió a escasos cincuenta kilómetros de mi ciudad y había construido un palacio con lago y todo, que se conserva hasta hoy para paseo de visitantes. Retenía en mi recuerdo infantil la habitación donde había sido asesinado, la que mantenía, no sin cierta morbosidad y protegida por un vidrio, la huella de su mano ensangrentada sobre la puerta, la máscara mortuoria y el recorrido de los asesinos a caballo que mataron y huyeron. La figura de una niña en cera, tan real, sentada al piano en el salón de cristal era el otro recuerdo con que encaré la lectura.
El General Urquiza fue hombre de acción, caudillo vano que se enfrentó al poder central con igual suerte que la de todos los que lo intentaron antes y después. Creó un reino con castillo, princesas y amante y reinó con rigor varios años a ambos lados del río, convencido que la tecnología era la puerta del progreso y murió, en manos de los suyos, en una vuelta más de la interminable noria de traiciones que jalonan la historia de América Latina.
El pintor de la novela, nuestro Pintor de la Patria, aún sin gloria y sin haber pintado ni "El Desembarco de los 33 Orientales", ni el retrato de Artigas en la Ciudadela, ni siquiera el estremecedor "Fiebre Amarilla", tuvo que huir de Montevideo por haber cometido la infamia de enamorarse de mujer ajena. Huyó hacia el Salto y encontró empleo de pintor en el palacio del Señor de dos Mundos, el General, que lo contrató para que registrara sus triunfantes campañas militares. Blanes se instaló en el Palacio, y cuadro a cuadro fue contando la historia de los vencedores para armar una galería que hasta hoy decora el comedor. Nuestro apasionado pintor, preso de nuevo de sus ardorosos instintos, tuvo que abandonar tan palaciega residencia y huyó rumbo a Italia, protegiendo su pellejo de la furia del General al que tampoco le gustaba que le "soplaran la dama". Si bien vergonzosa, esa huida fue providencial ya que en Italia pudo estudiar arte, sin lo cual no hubiéramos tenido nunca un Pintor de la Patria, a la vista de los cuadros del comedor. Y de damas ni hablemos. El pintor trataba con igual generosidad a las señoritas de familia a quienes retrataba, como a las modelos que contrataba con cama adentro para desarrollar su arte experimental, dejando a su paso un derroche de cuadros de variada calidad, amantes despechadas y maridos resentidos.
En Uruguay cada escuela tiene un Artigas de Blanes presidiendo el patio o el salón de actos. Los cuadernos de clase tienen en la tapa el Desembarco de los 33 y en cada fecha patria revivimos su versión del gaucho en los disfraces de los niños. El viejo menudito, con mirada severa, al que podíamos imaginar en un andamio pintando el Desembarco de pared a pared, se presentaba en una nueva dimensión de ardiente sabandija y sobreviviente sagaz, que no dudó (o dudó, ¿quién sabe?) en alterar la realidad de las batallas con tal de complacer a su empleador.
Leí el libro de María Esther casi de un sorbo. Estaba todo aquí, tan cerquita, en el Palacio y en el mismo pueblo al que el General trajo, también por esos años, emigrantes suizos, entre los que se encontraba mi primer antepasado, para poblar la Provincia. Yo había pisado las mismas baldosas del Palacio traídas de Francia, había visto y estudiado cada cuadro del Pintor e incluso, en un descuido del guardián del museo, tocado el lienzo del retrato de la Dama para confirmar que el encaje del vestido sólo estaba dibujado. Pensé en las hermanas Brontë aisladas en sus acantilados, pensé en María Esther en su pequeña ciudad litoraleña, pensé en mí, también aislada. Me maravilló esa mujer que me miraba desde la solapa del libro como una abuela dulce y que había logrado, al pintar su rincón, como decía Rilke, escribir la novela más leída del año.
Quise reandar sus pasos. Volver al Palacio, mirar los cuadros del comedor con los ojos que me había agrandado la novela, caminar de nuevo sus salones percibiendo los ecos de los cascos asesinos, el ruido de las organzas en el andar las muchachas, los cantos de los esclavos trajinando en el patio de atrás y los gritos del caudillo intuyendo su fin. Los jardines copiados de algún castillo francés, se rebelaban con el salvaje desorden de nuestra naturaleza y por sus senderos andaba el Pintor espiando entre los rosales a su futura amante. Paseamos por el parque en volanta de caballo hasta el lago artificial que el General había construido cuando aquello era el centro del mundo y él gobernaba toda la Argentina sin pisar Buenos Aires. El lago es un gran hueco en el terreno, pero el resto del palacio parece cristalizado en el tiempo con sus paredes rosadas de sangre y cal, sus estatuas de mármol entre los árboles nativos y su mobiliario europeo. La niña de cera, con la peluca algo apolillada, sigue tocando el piano en el salón de espejos y desde el comedor, los enormes cuadros de mala perspectiva cuentan las glorias del General.
Quise conocer a María Esther, contarle que yo también quería escribir, que me había apasionado la minuciosidad de su prosa y la franqueza de su investigación histórica. Busqué su dirección en épocas de escaso correo electrónico e imaginé escribirle cientos de cartas. ¿Le adjunto algún cuento mío? Bueno, sí, pero tengo que terminar alguno. ¿Cuántos aspirantes a escritores le pedirán consejo? Seguro que muchos; tal vez la moleste. ¿Y si busco alguna presentación en público y le pido que me firme un ejemplar del libro? Sí, eso parece mejor, pero ¿si voy a su Universidad y trato de hablarle? Los meses fueron pasando. No terminaba ningún cuento y no avanzaba en ningún escrito que confirmara, más allá de mi manifiesta voluntad, que yo fuera algo parecido a un escritor. Pero pensaba que, en cualquier momento, cruzaba el río y me encontraba con ella que leía mis escritos y descubría mi talento sin par. Mil veces lo imaginé y nunca lo hice, aunque con dificultad he intentado avanzar en la escritura. Hace unos años pregunté por ella porque hacía tiempo que no publicaba. Me dijeron que había muerto.
Publicado en Revista Hipoética. Diciembre 2010

Comentarios

  1. Hola Marga, Buscando este libro para recomendarselo a mi amigo fernando que esta planeando visitar el palacio de urquiza, me encuentro en el google con tu blog comentandolo. una alegria! Saludos, D

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  2. No he tenido oportunidad de leer el libro, pero si es tan motivante y expresivo como tu comentario, vale la pena.
    Un apunte. Por algo, los caminos las aproximaron y también por algo, no llegaron a coincidir físicamente. Un gusto. F. Longo

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