Holanda II: Openluchmuseum




A pocos kilómetros de Wageningen vale la pena visitar este museo vivo en el que la consigna es “Prohibido no tocar”.

En un parque generoso de árboles y jardines se distribuyen aldeas y construcciones que cuentan la historia de las costumbres de Holanda. Como dice un cartel: si llueve visite las exposiciones, si está cansado tome el tranvía y si no, haga el recorrido a pie. Así que no hay pretexto que valga para no participar. En no menos de tres horas se va pasando por una granja donde los niños pueden ordeñar una vaca de madera con tetas de goma, lavar ropa a mano, sacar agua de un pozo o alimentar a los animales. Sin contar con que pueden subirse a las famosas camas jaulas holandesas, esconderse en los armarios o hamacarse en el sillón de la abuela.

En otro lado se ha armado una aldea marina a la que se llega con un bote antiguo tirado por cuerdas y en la que las mujeres tejen las redes mientras los hombres trabajan en un astillero artesanal como se hace desde hace siglos. Las casas de los ricos y los pobres, las casas del campo y la ciudad, los talleres de telares o de muebles, la estación de trenes, los molinos, están todos disponibles para acercar la vida de los antepasados y sus tecnologías y darles continuidad con el presente del país.

Y las tiendas abiertas al público también venden golosinas de las abuelas, juguetes hechos a mano, tortas caseras y jugos de frutas. Es un viaje en el tiempo para volver a andar en monopatín, ensayar con el aro o andar en bicicleta de una rueda o en manomóvil. También se puede probar puntería con un arco medieval o cocinar de verdad recetas de mamá.

Algunas casas son originales y fueron desmontadas de su emplazamiento y re armadas en el parque. El jardín de plantas medicinales y una vieja aphoteek (farmacia) donde se muestra el instrumental con que secaban, molían y procesaban las plantas para obtener las medicinas y los extractos espirituosos me atrajeron en particular, tal vez por cierta desviación familiar.

La primera parada del tram es una muestra de “cosas viejas” que explica el espíritu del museo e invitan al público a hacerles llegar todo lo que esté por descartar. Entonces ya están en el museo los cassettes y los walkman, los tocadiscos, el arado a mancera, los muebles de la casa de mis padres y las valijas de cartón, pero tan bien exhibidos que cada uno es capaz de contar su propia historia. Y también las colecciones personales, como la de alcancías que donó un apasionado banquero; o la otra, tan absurda en si misma, de bolsas de papel de los aviones, pero que el museo logró realzar al colgarlas del techo de un trozo de fuselaje como de los de verdad.

Fui con dos niños de cuatro años y se divirtieron desde que llegamos hasta que nos fuimos. Muy recomendable.

Comentarios