264. Silencio y canto

  • En una esquina de la calle Reconquista la Basílica de Nuestra Señora de la Merced tiene un aire señorial. Atravieso las rejas que, por suerte, están abiertas. En la entrada, unas letras labradas en marmol advierten que desde allí se defendió la ciudad contra los ingleses en 1806, que allí funcionó un Hospital de Sangre en otras guerras y que desde allí operó Belgrano. Mucha gloria. La nave, estrecha y única termina en un altar con columnas doradas, estatuas y pinturas. Barroco. Reluce entre las paredes pintadas en color vino con un aire de diseño flamenco, de trompe d'oeil sobre el dorado. La cúpula es doble, trato de acordarme si todas las cúpulas son dobles, y termina en un domo pintado de cielo. Me imagino desde allí balconeando la misa, llenándome el pecho con música celestial. Todo solemne, el minuto de descanso impostergable se puebla de silencio.
  • En Barlolomé Mitre y Suipacha la Parroquia de San Miguel parece más vieja porque es más austera y más pobre. Comparten la esquina y la nave única. San Miguel vigila en el atrio con su espada. Las pinturas muestran el paso de los años y los embates de la humedad. Unas diez personas se distribuyen por los asientos de madera lustrada por el roce. En la puerta, un cura vestido para misa conversa con un parroquiano. Me siento en un banco a observar el altar sin retablo, sin lujos. Otro minuto de silencio que se quiebra desde la entrada por una voz poderosa que eleva un "aleluya, aleluya". Los fieles se pliegan a la canción en un coro en segundo plano. La voz inunda la nave. Volteo la cabeza y veo avanzar al cura gordo levantando a los fieles y haciendo temblar los vitrales al compás de su voz. Me sentí tan ajena que me fui.

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