229. Camino a la escuela.


¿Te acordás, hermana, qué tiempos aquellos?, pregunta María Elena Walsh, parafraseando a Gardel. La radio hace sonar esa canción mientras vacío la biblioteca de mi madre. ¿Te acordás, hermana?, me pregunto yo parafraseando a María Elena, en tanto intento clasificar las pilas de fotos y recortes que salen de sobres amarillos, carpetas de cartón y cuadernos manuscritos. Fotos de cumpleaños, fotos de la escuela, fotos de vacaciones en blanco y negro y con sello de fotógrafo sobre la cartulina blanca.
¿Te acordás, hermana? El inicio de clases fue una fiesta. La emoción de empezar la escuela de los niños grandes, la de tu hermano mayor, no te tenía quieta. Habías mirado con ansiedad la túnica blanca y el moño azul,  colgados en una percha en el armario durante días. “Imita los colores de la bandera”, te dijo el abuelo cuando te sorprendió observando ese flaco fantasma. El moño azul, bien planchado, que en la foto se ve en prolijo paralelismo con el piso, poco duraba en su lugar y al poco rato se torcía en un ángulo que imitaba tu sonrisa. Sonrisa no, carcajada abierta y franca, carcajada desdentada. ¿Te acordás, hermana? Todo te divertía, pero en clase había que apretar los labios y aguantar la risa y entonces la sangre te calentaba las mejillas. Con la cabeza metida entre los hombros tratabas de esconder detrás de la mano la carcajada que se escapaba en cada poro. ¿Te creías que engañabas a la maestra? Ella sabía que no podía con ese exceso de energía en forma de niña. Ese torbellino de alegría con dos colitas. Y se hacía la distraída. Pero el primer día de clases no sabías que todo eso vendría. Ese primer día de clases sentías el alboroto en la barriga y caminabas a los saltos apretando la mano de mamá. Tu hermano iba al lado, también con su túnica almidonada y con mucho menos entusiasmo porque ya estaba en tercero y tenía claro que se le terminaban las tardes de libertad en el campito y en el río. ¿Te acordás, hermana? Con su gesto te decía, mirá que no vas a una fiesta, vas a la escuela.
Al llegar, la vereda parecía una kermese. Montones de niños vestidos de blanco acompañados por padres, madres, tíos y hermanos. Una romería. Los más grandes se separaban de sus acompañantes y se metían en el patio para juntarse con los amigos del año anterior que, tal vez, hacía meses no veían. Los más chicos esperaban con sus padres el sonido de la campana. Algunos no se aguantaban quietos, como tú. Otros lloraban. Como Violeta, que después fue tu amiga toda la vida. La viste por primera vez escondida detrás de la pollera de su mamá y pensaste que se había lastimado porque no entendías que alguien llorara por entrar a la escuela. Te acercaste y le preguntaste qué le pasaba. ¿Te acordás, hermana? Después, tu madre, con esa manía de registrar todo, llamó a tu hermano, los paró uno a cada lado del busto de Artigas y le pidió al fotógrafo que los retratara. Justo antes que tocara la campana. Y así quedó tu risa desdentada congelada para siempre.

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