159. Yo pisaré las calles nuevamente


En el festejo por la recuperación de la democracia en Uruguay, aquel 1° de marzo del 85, con todas las esperanzas intactas y las ilusiones por estrenar, escuché, sentada en la calle frente a la explanada de la Intendencia de Montevideo a Pablo Milanés y a Silvio Rodríguez. En comunión con otros miles, con un nudo en la garganta, me envolvió su canto: 

"Yo pisaré las calles nuevamente
de lo que fue Santiago ensangrentada,
y en una hermosa plaza liberada

me detendré a llorar por los ausentes.



Yo vendré del desierto calcinante

y saldré de los bosques y los lagos,

y evocaré en un cerro de Santiago

a mis hermanos que murieron antes.


Yo unido al que hizo mucho y poco
al que quiere la patria liberada
dispararé las primeras balas
más temprano que tarde, sin reposo.

Retornarán los libros, las canciones
que quemaron las manos asesinas.
Renacerá mi pueblo de su ruina
y pagarán su culpa los traidores.

Un niño jugará en una alameda
y cantará con sus amigos nuevos,
y ese canto será el canto del suelo
a una vida segada en La Moneda.

Yo pisaré las calles nuevamente
de lo que fue Santiago ensangrentada,
y en una hermosa plaza liberada
me detendré a llorar por los ausentes"

Me venían a la memoria frases sueltas del último discurso de Allende llenas de esperanza aún bajo las bombas y pensaba en el "Confieso que he vivido" de Neruda y en sus poesías que me habían acompañado siempre, con cada amor. ("Aquí te amo y en vano te oculta el horizonte/.../ a veces van mis besos en esos barcos graves hacia donde no llegan"), versos que se mezclaban con el reclamo de Zitarrosa de que  "falta mi cara en la gráfica del Pueblo, mi voz en la consigna, ...en la pasión de andar, mis piernas en la marcha, ...mis manos en la bandera"; y en mi madre, a la que encontré, a la vuelta del liceo, llorando como si le hubieran matado al padre cuando se confirmó la muerte del compañero Presidente y en el portarretrato de Allende que pasó a presidir la sala de mi casa. Para quien quisiera verlo, en plena dictadura.  

Y tomé la absoluta y clara decisión, en aquel momento, en comunión con miles de personas que habían hecho mucho o poco para llegar allí, pero que sin dudas habían hecho lo que podían, en ese momento, embriagada por la voz de Pablo, decidí que yo también pisaría las calles de lo que fue Santiago ensangrentada y prometí que "en una hermosa plaza liberada/ me detendré a llorar por los ausentes".

Y cumplí. Y me fui a vivir a Chile cuando tuve oportunidad. Nos fuimos con los niños chicos, que jugaron en la alameda y cantaron con sus amigos nuevos y donde aprendieron las primeras letras; hicimos amigos que duran hasta hoy y fue por ese entonces que empecé a comprender la diversidad latinoamericana y a no sentirme orgullosa de venir de "la Suiza de América". Pero, por sobre todo, me pude sentar en la Plaza de Armas, en el centro de Santiago, a llorar por los ausentes. 

Cuarenta años después siguen resonado en mi cabeza las palabras de aquel discurso: "Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor" . En mí, al menos, seguirán resonando hasta que las vea abrirse. 

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