162. Las tardecitas de Buenos Aires

Balada para un loco se me ha instalado en el corazón. Al salir de clase  "... por Arenales, lo de siempre, en la calle y en mí". Porque paso entre la gente y "los maniquíes me guiñan, los semáforos me dan tres luces celestes y las naranjas del frutero de la esquina" se trepan entre ciruelas y frutillas en ordenadas torres de colores. Una de las más elegantes calles de Buenos Aires se ríe del tango de arrabal. 
Sin embargo, en ese universo de figurín "... de repente, detrás de ese árbol aparece él: mezcla rara de penúltimo linyera y primer polizonte en un viaje" a la gran ciudad. Posiblemente desde el norte argentino o desde Bolivia, aún con la "ilusión super sport de correr por las cornisas con una golondrina en el motor". Ya hace mucho que no lo aplauden, ni le gritan ¡viva!. Medio melón por cabeza, las rayas de la vida tatuadas en la piel, dos alpargatas sin suelas en los pies y un repasador de la China levantado en cada mano. Parece que sólo yo lo veo porque no lo sale a saludar la gente linda ni le tiran azahares. Seguro que se pregunta qué hace día tras día parado en el cruce donde nadie le compra nada."Y a vos te vi tan triste", tarareo mientras pienso si, cuando anochezca en la porteña soledad, tendrá a alguien que, por la ribera de su sábana, llegue a desvelarle el corazón. Al menos con un poema, aunque no tenga trombón.
Sigo por Arenales hasta que muere en Montevideo. Camino por Santa Fé. En Callao la luna va rodando pero no aparece el "corso de astronautas" ni los niños y no escucho el vals. Apenas me cruzan jóvenes trasnochados, perros callejeros, milicos y vagabundos. 
Canto bajito "Yo miro a Buenos Aires del nido de un gorrión"   

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