Estuve doce horas en Madrid después de no haber ido por más de dos años. Seguía siendo la hermosa Madrid de la Plaza del Sol, la calle Preciados y el oso y el madroño. Incluso la Puerta de Alcalá seguía "viendo pasar el tiempo" pero todo estaba más gris. Y no era el otoño.
Recién se levantaba la huelga que los recolectores de basura habían mantenido por cerca de un mes y todavía se acumulaba la mugre entre los faroles, canteros y zaguanes. Más silencio a las tres de la tarde y muchos locales comerciales vacíos con carteles de Se Vende o Se Alquila se alineaban por Goya o la Gran Vía.
Almorzamos en una parrilla donde fuimos los únicos clientes del mediodía y los empleados (una ecuatoriana y un argentino) hablaban de volver a emigrar y dividían sus opiniones entre la necesidad de "empezar de nuevo" o resistir.
Luego encontré mustio a Barajas. En la retirada de Iberia los vuelos intercontinentales abandonaron la moderna T4 y nos dejaron deambulando entre una T2 deslucida y otra T1 que no luce. Escasos comercios y casi ningún restaurant. El único, de la compañía que tiene la concesión del aeropuerto, es desprolijo y con funcionarios malhumorados que hablan de huelgas, retiros y despidos mientras sin atención te cobran o te sirven un café.
El otoño pintaba verdes, ocres y amarillos desde el Parque del Retiro pero no contagiaba a Madrid
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