145. Otoño en San Gimignano

A poco más de media hora de Florencia, atravesando la campiña Toscana, se encuentra San Gimignano, pueblo medieval amurallado, hoy dedicado al turismo, que fue parada habitual de los peregrinos que se dirigían a Roma o al Vaticano.
A trvés de la puerta de San Giovanni se accede a un minúsculo mundo medieval, donde se ofrecen artículos de cerámica tradicional, botellas de chianti de todos los tamaños, aceitunas verdes y negras, quesos y cientos de recuerdos, recuerditos, imanes e imancitos. No en vano viven del turismo.
Pero todo es amable e inmaculado. Cuentan que en la Edad Media el pueblo tenía 72 torres. Hoy sólo conserva 15 que destacan desde lejos en el perfil del horizonte. Tiene dos iglesias para conocer, cuatro plazas para pasear y tomar un vino o comer una pizza, un palacio para visitar y subir a la torre y varios museos, como el del vino, el de la tortura o el de Santa Fina.
En el Palacio del Ayuntamiento se puede visitar la sala donde Dante Alighieri, en las épocas de güelfos y gibelinos, pronunció un discurso. Allí, lo que vale la pena son los retablos y pinturas que hay en el salón y en otros contiguos. Enmarcados en madera dorada cuentan la historia del pueblo y de Santa Fina, la santa local que tiene una historia muy boluda, como la de muchos de esos santos, pero que mantiene el interés y la adoración hasta el presente. Parece que Fina era una niña tan pero tan hermosa que ella, temiendo de su propia belleza, a los 10 años le pidió a Dios que se la quitara. Dios, entonces, le mandó una terrible enfermedad que la dejó paralizada durante 5 años. En ese período la niña estuvo postrada sobre una tabla, proclamando la palabra de dios y soportando su dolor con paciencia de santa, que fue en lo que se convirtió cuando murió a los 15. Terrible. En los escritos y pinturas aparecen sus milagros, como que salvó a unos pescadores de naufragar, sostuvo la escalera de un albañil que sino habría muerto y erradicó una invasión de ratas del pueblo. Una historia más de ignorancia y represión sobre las que se ha construido la iglesia.

Vale la pena subir a la torre del Palacio y mirar el campo toscano. En otoño deslumbran los cuadros amarillos, verdes y ocres. La vista ondula en el paisaje y se mezcla con la la luminosidad del cielo y los tejados que se despliegan craquelando el horizonte.
  



 


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