139.El Vaticano o el poder de la cruz

La primera vez que intentamos llegar al Vaticano una horda de peregrinos y turistas nos repelió. Ya desde la plataforma del bus touristique vimos venir, en sentido contrario, una masa informe de personas ocupando todo el ancho de la Plaza de San Pedro: habían cerrado la Capilla Sixtina y las multitudes abandonaban el sacro territorio. Nosotros también.
La segunda vez que lo intentamos partimos temprano en la mañana cuando aún el fresco envalentonaba para enfrentar las colas. La gente todavía no era mucha.









Empezamos por los  Museos Vaticanos rumbo a la Capilla Sixtina. Yo no sabía que tantos mundos rodeaban a los Papas: las mejores esculturas romanas, las estatuas etruscas, las momias y enterramientos egipcios, los mapas geográficos de dimensiones colosales y las máscaras africanas se suceden en galerías de cielos angelicales y cortinados simulados para el ojo. Centenas de metros de salas y patios de pisos relucientes donde se disponen estatuas tan famosas como el Discóbolo o tan ignotas como los pequeños niños de pito quebrado. Hermosas estatuas níveas de mármol, en las que la perfección de los rostros y cuerpos vimos repetida tantas veces en miles de réplicas esparcidas por el mundo. Hay un zoológico de mármol, un patio octogonal con el dios Arno con sus tinajas y Laocoonte enredado entre víboras, una Ariadna dormida y un Júpiter sentado. Se atraviesan salas con estatuas de bronce, sarcófagos de mármoles o de granitos de colores, mosaicos que representan la vida, y sólo para llegar a la Capilla Sixtina.

Una habitación rectangular, detrás de una puerta pequeña encierra uno de los tesoros más valiosos y preciados del Vaticano. La primera impresión es un poco decepcionante: hay demasiada gente y el espacio, completamente vacío, es muy simple. No tiene ni un mueble, ni un altar, ni un candelabro: sólo gente que circula mirando el techo. La entrada lateral no contribuye a apreciar la magnificencia y uno entra dándole la espalda al Juicio Universal. Tantas veces vistas estas pinturas que uno demora en hallarlas entre Patriarcas, Apóstoles y Sibilas. Pasados esos minutos de desconcierto, y si se puede acceder a la historia, se redimensiona el valor y la belleza.


La pared del fondo (o del frente, según se vea) con el Juicio Universal sobre un lapizlázuli vibrante recorta las figuras de Cristo Juez en el lugar central, quien levanta un brazo con ceño adusto para elevar a los justos y baja el otro para condenar a los impíos. Cuerpos, rostros, gestos, actitudes en tres planos donde se dividen los ángeles en el espacio superior, al centro Cristo, María y los Apóstoles y debajo los pecadores, con mucho de la Divina Comedia de Dante, aunque uno no sabe cual imagen le recuerda a cual, tantas veces vistas o mencionadas.
Luego, uno puede dedicarse al resto, que por más que en las paredes laterales se presenten frescos de Rafael y otros grandes, los ojos sólo buscan el techo. La Creación de Adán al centro, la Creación de la luz en un extremo y la embriaguez de Noé del otro lado, recortan el cielorraso en imágenes complejas de colores deslumbrantes. Uno se pregunta cómo hizo Miguel Angel para pintarlas de pie desde un andamio. ¿Se acostaría? ¿Cada cuanto descansaría? ¿Le homiguearían las manos de tenerlas levantadas? ¿Caerían sobre su rostro los goterones de pintura celeste? En la parsimonia de esta segunda observación aparecen entonces las figuras conocidas, los rasgos individuales y la luminosidad grandiosa. 
Con la nuca dolorida y el alma llena, luego de compartir el momento con cientos de personas de todo el mundo que circulan con actitudes que van desde la indiferencia a la devoción, uno se pregunta el sentido de que un cura intente, cada quince minutos, recordarnos por micrófono que estamos en un recinto sagrado y entone una plegaria.





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