128. Montevideo recibió a Coetzee: los preparativos.

El lunes, el Premio Nobel de Literatura 2003, John Coetzee estuvo en Montevideo, de paso desde la Feria del Libro de Buenos Aires. 
Por trabajo yo también estaba en Montevideo y decidí ir a escucharlo. El tema eran la Bibliotecas Personales. No sabía si iba a hablar de su biblioteca, de un concepto general o qué, pero yo quería escuchar a un Premio Nobel hablar de Literatura.
Una hora antes de la convocatoria, y sólo porque había terminado temprano de trabajar, me fui al Solís. Primera sorpresa: un nutrida cola atravesaba el atrio y llegaba a la vereda. "Seguramente están comprando entradas para el teatro", pensé. Me acerqué y pregunté. Estaban allí por Coetzee. Me puse en la fila y la gente seguía llegando. Cada uno preguntaba: ¿Esta es la cola para el Premio Nobel?; ¿Esto es para Coetzee? Reinaba la incredulidad de que la Literatura fuera tan convocante. De hecho, la sala donde se preveía hacer la conferencia era chica (100 personas dijeron), así que empezaron a repartir un número por persona. A mi me tocó el 83 y la cola seguía y seguía doblando la esquina. En un momento comenzamos a entrar, un largo camino en fila hasta el segundo piso por escalera. Y la sala ya estaba colmada (¿cómo? ¿yo no tenía el 83?). Quedé parada sosteniendo una pared. Al rato, entraron las autoridades del Ministerio, de la Intendencia, la Embajadora de Sudáfrica y el mismo Coetzee, que fue recibido con un gran aplauso. Se sentaron al frente, en una mesa con mantel y arreglo de flores, prendieron las luces y habló el presentador: "Sras. y Sres.... queremos comunicarles que la Intendencia de Montevideo ha decidido pasar la conferencia a la sala mayor, debido a la gran cantidad de público que quedó afuera". Un suspiro de desaliento recorrió el recinto. Todos se levantaron, incluido Coetzee, y con lentitud pero con mucha ansiedad, aquella de las multitudes que no avanzan, la de aquel que se adelanta por el costado aunque no haya lugar, y, sobre todo,  la de la posibilidad de perder el espacio logrado con tanto esfuerzo, nos dirigimos a planta baja. Por supuesto, al llegar a la sala ya estaba casi toda ocupada. La gente parecía multiplicarse: había gente en la platea, en los palcos, en la platea alta. 
Y aún faltaba más. El escenario estaba vacío. La coqueta mesa donde se habían sentado las autoridades no existía, luces tampoco. Recién ahí, con la sala llena, comenzaron a instalar todo. Pasó el tiempo. Algunos que habían rebotado en el primer salón y aún rondaban por los cafés de los alrededores tuvieron tiempo de regresar.     
Primero el acto protocolar: le entregaron las llaves de la ciudad y la Embajadora de Sudáfrica hizo una semblanza del escritor. Nuestras autoridades le hicieron discursos en español. Yo me preguntaba si el hombre entendía algo porque no tenía expresión en el rostro y no comentó nada. Ni se lo escuchó dar las gracias. Sentí un poco de vergüenza. Por nuestros gobernantes que no saben recibir a un visitante en su lengua, o prever una traducción. Todo parecía muy improvisado. Como si todos estuvieran aún impactados por la fuerza del llamado de la Literatura.  

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