Cada febrero cuando empiezan a amarillar y caer las guayabas del árbol del patio de mi abuela no puedo dejar de pensar en García Márquez que decía que ese olor lo había marcado de por vida y que, obligadamente, lo volvía a la infancia.
Después de esta primavera tan lluviosa, las ramas se curvan por el peso de las frutas. Maduran y al caer dibujan el contorno de la copa en el pasto. Pocas caen enteras. La piel se abre y asoman las ampollas de su pulpa roja. El olor se vuelve intenso. Llegan las mosquitas. A mí se me revuelve el estómago.
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