48. Una esfinge

Un día en el metro de Nueva York un hombre se sentó en el asiento frente a nosotros. En las ropas y en las manos se reconocía a un trabajador. Parecía cansado. Traía un paquete delgado y largo como un bastón o un bate. Luego de acomodarse, tomó con sus dos manos el paquete, lo colocó entre sus piernas algo abiertas y descargó parte de su peso en él, como si fuera un báculo. Los brazos extendidos a la altura del pecho. Entonces cerró los ojos. Cierta placidez descendió sobre él. Los músculos relajados, la boca prominente y distendida, la frente ancha y recta, lisa. Lo miré con atención. Se había transformado en una esfinge de ébano. La pigmentación oscura en los labios se continuaba uniforme por las mejillas y llegaba a los párpados hasta perderse en las nacientes del cabello. Mientras mantuvo los ojos cerrados fue la talla de un experto artesano, Una escultura en madera lustrosa. El alma escondida en un trozo de granito. Los rasgos perfectos de un grabado antiguo. Lamenté no saber dibujar. 

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