Allá en la isla. En: Arca de Letras. Paysandú. 2015

Tomás Ventura era un muchacho del río. Se había criado en las orillas y no sabía quién le enseñó, ni cuando aprendió a nadar. Le gustaba decir que lo había hecho “mirando a los patos”. De diciembre a marzo, e incluso hasta abril si el año era templado, vivía en el agua con otros gurises. Le gustaba imponerles desafíos como quien aguanta más abajo del agua, quien llega primero hasta aquella boya o quien encuentra un cangrejo vivo entre las piedras. Luego aprendió a remar y a colarse en las expediciones de pesca de algunos hombres del puerto que le sirvieron de guía. Le gustaba escuchar las historias de los pescadores y hasta cambiaba una buena mateada con ellos por las salidas con los muchachos de su edad que perdían el tiempo en las esquinas del centro. Tomás Ventura aprendió en qué época se pescaba cada especie, cuál abundaba en la desembocadura de Arroyo Malo y cuál en Casa Blanca, cuál en invierno y cuál en verano.
Su universo era ese río tumultuoso que desangraba el cielo en cada atardecer al esconderse el sol, allá, detrás de las islas. No era el mismo que le contara su abuelo, por el que llegaban los barcos con mercaderías y pasajeros, cuando la zona del puerto era la más rica de la ciudad. Ya no era ese río. Las carreteras y los puentes habían desviado el tránsito a los camiones y la ciudad hacia las cuchillas.
Un día se entusiasmó con un viejo pescador que contaba que en la isla de enfrente crecían sandías silvestres que podían ser usadas como flotadores para cruzar el río sin esfuerzo. Varias semanas la idea le rondó la cabeza. Había nadado en las orillas, había unido un muelle con otro y había ido hasta la isla en chalana, pero nunca nunca se había atrevido a desafiar su caudal poderoso en un cruce a nado.  Desde aquel domingo, soñó con dejarse llevar donde la corriente quisiera, abrazado a una sandía. Se imaginaba llegando a un recodo inexplorado en el que lo esperaban plantas y animales desconocidos y, ¿porqué no?, una muchacha abandonada por piratas. Pensó alternativas, pero el viejo Tito no quiso llevarlo en bote y el Bebe ni consideró la posibilidad de armar una balsa para dejarla luego a la deriva, mientras ellos volvían abrazados a las sandías.
Pasó el tiempo, muchos se olvidaron del cuento pero él no desistía de inventar formas de llegar hasta la isla para volver flotando. Se le ocurrió, entonces, desafiar a los nadadores más diestros a cruzar el río a nado. Pocos habían atravesado todo el ancho. Tomás Ventura no era de los mejores, pero insistió.
-       ¿Qué necesitan para animarse? -los provocaba. -¿Un médico en un bote? Pues tendrán un médico y ¡muchos botes, cagones! –se enojaba ante la vacilación del resto de los muchachos.
Acostumbrado a construirse la vida desde niño, Tomás Ventura convenció al médico que era socio del Club de Remo a sumarse a la expedición y luego, alegando la seguridad de los nadadores, también consiguió las chalanas que los acompañarían.
Pensó en todos los detalles. Hasta pensó que el mejor momento para partir era un domingo después de misa para, al menos, llevar con ellos la bendición del Señor. El Presidente del Club golpeó la claque habilitando la partida y las ansias por llegar más las ganas contenidas durante tanto tiempo le impulsaron río traviesa como si le hubiera nacido un motor en los pies. Con veinte brazadas dejó rezagados a los más rápidos y se perdió, en lucha contra la corriente, hacia la isla. El agua clara de la orilla se volvió negra en el medio del canal. Cada tanto sentía mordiscos de los peces en los muslos y en el torso. Veía el cielo al levantar la cara y las burbujas rojizas de su respiración al hundirla. Ni una nube templaba al sol implacable. Más de una vez sintió el peso de los brazos e imaginó la vuelta, abrazado a la sandía. Y siguió avanzando. 
Cuando sus pies tocaron la arena de la playa se incorporó y corrió hacia el monte. Aún jadeaba. El resto de los nadadores se veían como aletas braceando a la distancia. El monte era intrincado. Apenas podía avanzar de pie. Se espinó manos y espalda, quebró ramas y gajos buscando el claro en que crecían las sandías. Una vegetación densa y agreste le cerraba el paso. No desistió. Tomás Ventura, encorvado entre los arbustos, seguía en la búsqueda de la fruta prometida. A través de los matorrales oía las voces de los nadadores que  llegaban a la playa. El tiempo pasaba y él, cada vez más herido, seguía persistente en su intento.  
Las voces se transformaron en gritos que lo llamaban. Escuchaba a los nadadores preguntarse si alguien lo había visto o si se habría ahogado. Los botes de apoyo comenzaron a buscarlo hundiendo los remos en el lecho y continuaron hasta que las sombras amenazaron el regreso. El viejo Tito sintió la opresión de no haber querido traer al muchacho en la chalana. Desalentados, enfilaron hacia la costa para informar a la Prefectura. El Bebe tiritaba aunque la brisa del atardecer soplaba tibia. Giró la cabeza hacia la isla por última vez y miró la silueta de los árboles dibujándose en el horizonte. En el río, dos esferas alineadas se acercaban con velocidad. Miró de nuevo y distinguió que una de ellas se erguía sobre la superficie mientras la otra sobresalía apenas, meciéndose. Gritó. Y vio levantarse el brazo de Tomás Ventura que se impulsaba hacia los botes.


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