Tomás Ventura era un muchacho del río.
Se había criado en las orillas y no sabía quién le enseñó, ni cuando
aprendió a nadar. Le gustaba decir que lo había hecho “mirando a los patos”.
De diciembre a marzo, e incluso hasta abril si el año era templado, vivía en el
agua con otros gurises. Le gustaba imponerles desafíos como quien aguanta más
abajo del agua, quien llega primero hasta aquella boya o quien encuentra un
cangrejo vivo entre las piedras. Luego aprendió a remar y a colarse en las
expediciones de pesca de algunos hombres del puerto que le sirvieron de guía. Le
gustaba escuchar las historias de los pescadores y hasta cambiaba una buena
mateada con ellos por las salidas con los muchachos de su edad que perdían el
tiempo en las esquinas del centro. Tomás Ventura aprendió en qué época se
pescaba cada especie, cuál abundaba en la desembocadura de Arroyo Malo y cuál
en Casa Blanca, cuál en invierno y cuál en verano.
Su universo era ese río tumultuoso que
desangraba el cielo en cada atardecer al esconderse el sol, allá, detrás de las
islas. No era el mismo que le contara su abuelo, por el que llegaban los barcos
con mercaderías y pasajeros, cuando la zona del puerto era la más rica de la
ciudad. Ya no era ese río. Las carreteras y los puentes habían desviado el
tránsito a los camiones y la ciudad hacia las cuchillas.
Un día se entusiasmó con un viejo
pescador que contaba que en la isla de enfrente crecían sandías silvestres que
podían ser usadas como flotadores para cruzar el río sin esfuerzo. Varias
semanas la idea le rondó la cabeza. Había nadado en las orillas, había unido un
muelle con otro y había ido hasta la isla en chalana, pero nunca nunca se había
atrevido a desafiar su caudal poderoso en un cruce a nado. Desde aquel domingo, soñó con dejarse llevar
donde la corriente quisiera, abrazado a una sandía. Se imaginaba llegando a un
recodo inexplorado en el que lo esperaban plantas y animales desconocidos y,
¿porqué no?, una muchacha abandonada por piratas. Pensó alternativas, pero el
viejo Tito no quiso llevarlo en bote y el Bebe ni consideró la posibilidad de
armar una balsa para dejarla luego a la deriva, mientras ellos volvían
abrazados a las sandías.
Pasó el tiempo, muchos se olvidaron
del cuento pero él no desistía de inventar formas de llegar hasta la isla para
volver flotando. Se le ocurrió, entonces, desafiar a los nadadores más diestros
a cruzar el río a nado. Pocos habían atravesado todo el ancho. Tomás Ventura no
era de los mejores, pero insistió.
-
¿Qué
necesitan para animarse? -los provocaba. -¿Un médico en un bote? Pues tendrán
un médico y ¡muchos botes, cagones! –se enojaba ante la vacilación del resto de
los muchachos.
Acostumbrado a construirse la vida
desde niño, Tomás Ventura convenció al médico que era socio del Club de Remo a
sumarse a la expedición y luego, alegando la seguridad de los nadadores, también
consiguió las chalanas que los acompañarían.
Pensó en todos los detalles. Hasta
pensó que el mejor momento para partir era un domingo después de misa para, al
menos, llevar con ellos la bendición del Señor. El Presidente del Club golpeó
la claque habilitando la partida y las ansias por llegar más las ganas
contenidas durante tanto tiempo le impulsaron río traviesa como si le hubiera
nacido un motor en los pies. Con veinte brazadas dejó rezagados a los más
rápidos y se perdió, en lucha contra la corriente, hacia la isla. El agua clara
de la orilla se volvió negra en el medio del canal. Cada tanto sentía mordiscos
de los peces en los muslos y en el torso. Veía el cielo al levantar la cara y
las burbujas rojizas de su respiración al hundirla. Ni una nube templaba al sol
implacable. Más de una vez sintió el peso de los brazos e imaginó la vuelta,
abrazado a la sandía. Y siguió avanzando.
Cuando sus pies tocaron la arena de la
playa se incorporó y corrió hacia el monte. Aún jadeaba. El resto de los
nadadores se veían como aletas braceando a la distancia. El monte era
intrincado. Apenas podía avanzar de pie. Se espinó manos y espalda, quebró
ramas y gajos buscando el claro en que crecían las sandías. Una vegetación
densa y agreste le cerraba el paso. No desistió. Tomás Ventura, encorvado entre
los arbustos, seguía en la búsqueda de la fruta prometida. A través de los
matorrales oía las voces de los nadadores que
llegaban a la playa. El tiempo pasaba y él, cada vez más herido, seguía
persistente en su intento.
Las voces se transformaron en gritos
que lo llamaban. Escuchaba a los nadadores preguntarse si alguien lo había
visto o si se habría ahogado. Los botes de apoyo comenzaron a buscarlo
hundiendo los remos en el lecho y continuaron hasta que las sombras amenazaron
el regreso. El viejo Tito sintió la opresión de no haber querido traer al
muchacho en la chalana. Desalentados, enfilaron hacia la costa para informar a
la Prefectura. El Bebe tiritaba aunque la brisa del atardecer soplaba tibia.
Giró la cabeza hacia la isla por última vez y miró la silueta de los árboles
dibujándose en el horizonte. En el río, dos esferas alineadas se acercaban con
velocidad. Miró de nuevo y distinguió que una de ellas se erguía sobre la
superficie mientras la otra sobresalía apenas, meciéndose. Gritó. Y vio
levantarse el brazo de Tomás Ventura que se impulsaba hacia los botes.
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