31, De vuelta al río II

Aunque el suelo está barroso y aún se ven charcos en alguna hondonada, el verde es mucho más verde. Unas huellas negras se dibujan sinuosas sobre el césped y pocos metros más adelante se encuentran con el vehículo que las trazó. Que allí quedó. Como una lapicera que es abandonada sobre el cuaderno al acabarse la tinta, el auto permanece enterrado en el barro de lo que parecía un brillante tapiz vegetal.  . 
A la vuelta de mi caminata, veo que una camioneta y dos hombres, además del inexperto chofer, intentan sacar el auto enterrado. Ruido a motor recalentado y barro que las ruedas largan hacia atrás y escupen a los comedidos. El responsable del insuceso, cómodo dentro del auto, les grita a los amigos, ya completamente embadurnados. 
Recuerdo los inviernos de mi vida anterior, plenos de barro y heladas, en los que las camionetas se enterraban hasta el eje por los distintos campos del país. Y aprendí; tanto la maniobra para no quedar empantanada como el procedimiento para desenterrarla cuando, de todas formas, ocurría. Otros tiempos.
Hoy, el sol, tan demorado, ilumina el río y saca destellos de las ondas, las nubes y las hojas. El auto se desprende al fin de su tumba de lodo y arranca acelerado hacia la calle, zigzaguendo, girando como un trompo loco hasta detenerse nuevamente. Los dos amigos, como ídolos de barro, a lo lejos levantan los brazos.

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