La
aceitunas más saladas que se puedan preparar eran las de la tía Oriola. Las
recogía de un viejo árbol de la quinta y luego de un misterioso proceso que
nunca quise conocer, llenaba el gran bollón de vidrio de la cocina con aquellas
gemas verdosas y gigantes. El cucharón de madera colgando del borde del frasco
prometía jugosas incursiones.
Durante las aburridas horas de la
siesta, arrodillada en la silla de la tía, me fascinaba mirar las aceitunas a
través del vidrio como al mejor de los acuarios. Las revolvía con el cucharón y
esperaba que cada una cayera encontrando su mejor lugar. Y nuevamente, el
cucharón con agujeritos arremolinaba el estanque verde amarillento para volver
a verlas caer. Una, dos, tres. Cada tanto atrapaba una. Como experto pescador o
como un gato que da el zarpazo a la presa desprevenida. Esta es para mí. El
desafío era tomarla mientras nadaba, antes de llegar al fondo. Y el botín de
carozos se engrosaba en montoncitos sobre la mesa como prueba irrefutable del
saqueo. Y la corona de sal alrededor de mis labios delataba el festín.
En la cocina de la tía transformaba
así el obligado silencio de las siestas en azarosas cacerías.
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