Me froto las manos a la espera de la 5ª
Feria del Libro. Como lectora y como escritora, me regocijo de contar con una
feria, que valoro, no sólo como evento literario, sino también como “evento
social, lugar de reunión, de cofradía, de territorio por el que transitan
infinidad de personas buscando un libro”, como dijo Claudia Piñeiro en la
apertura de la de Buenos Aires hace pocos días. Oficio solitario el de
escritor, pasatiempo solitario el de la lectura, requieren, cada tanto, el
encuentro con otros capaces de ponerse a escribir después de ocho horas de
trabajo o que dejan de lado la camisa que necesitaban para comprar un libro.
Hoy escribo este artículo como escritora. Como
integrante de una fauna que en el Uruguay se caracteriza por pagar para hacer
lo que en otros lugares es un trabajo. La mayoría de nosotros ha publicado a su
costo o vaga por las ferias y talleres con sus cuartillas a la búsqueda de un
lector que se digne a cedernos algo de su tiempo. Los que escribimos queremos
que nos lean o que nos escuchen. Algunos más lo primero que lo segundo. Yo soy
de las primeras. Me cohíbe leer en público lo que escribo. Me aterra el segundo
entre que dejo de leer y levanto la vista para enfrentar a la gente. Ese
segundo que transcurre entre la última palabra en la hoja y los primeros ojos
que me cruzan. Prefiero dejar que los textos sedimenten en la soledad del
lector. Que los rumie y cristalice y que luego, si lo entiende necesario,
cuando me cruce por la calle, me diga que le gustó o que compre mi libro para
regalar a un amigo que aún no lo leyó. Pero hay otros escritores que difunden
su trabajo a través de la lectura. Saben leer, han incluso estudiado para leer
en público y lo hacen bien. Además hay gente a la que le gusta que le lean. A
mí también me gusta que me lean. Mi mamá nos leía antes de dormirnos, le leía a
papá los artículos del diario que entendía interesantes, me leía para que comiera
o dejara de llorar. Después me convertí en lectora para mis hijos. Ríos de
tintas de colores de los libros infantiles, océanos de tinta de los libros
escolares y ahora, con los niños ya adultos, insisto en leerle a mi marido lo
que encuentro interesante, como hacía mamá. “Contame”, dice él, que se
impacienta entre que encuentro los lentes, acomodo el cuerpo y comienzo la
lectura. No entiende que “contame” no es una opción, que necesito leerle porque
si bien me importa “el qué”, sobre todo me importa “el cómo”.
Los escritores llevamos la marca de Caín.
Abelardo Castillo, Reinaldo Arenas, Guillermo Martínez o Raymond Carver
comparten la escritura como designio (no sé si como maldición). Hasta nuestro
vecino Caillabet, acaba de declarar “No puedo vivir sin escribir”, en una
versión más arrabalera del decir de Arenas: “Para mí, escribir es una fatalidad,
no una razón; una fuerza natural, no una interpretación". Todos los que
escribimos lo hacemos como pulsión, porque es inevitable, porque es lo que nos
hace ser lo que somos. Aunque no podamos publicar. Aunque las editoriales pocas
veces abran sus puertas a gente desconocida que no venga recomendada por
alguien. Una vez, un escritor muy prolífico me dijo: ”Yo publico todo, porque
hasta que no lo veo impreso en papel, las letras se me mueven como pidiéndome
que las siga corrigiendo”. Publicar para detener la angustia, escribir como
alivio.
En los años que llevo compartiendo este oficio,
he encontrado mucha gente que escribe muy bien. Mucha gente que nunca ha dado a
conocer sus obras, que empieza a producir cuando les llega la jubilación o la
crisis de la edad madura. Mucha gente talentosa, en todas partes. No hay
lectores para todos nosotros, cada vez menos. Sin embargo creo que cada vez
más, los lectores son de mejor calidad. Si alguien toma un libro y se dispone a
leer, es posible que el tiempo que te dedique sea invaluable porque te eligió
frente a otras alternativas. También están los que escriben espantoso y no se
dan cuenta. Que insisten, sin la mínima autocrítica, en torturarte con sus
obras y que siguen adelante impulsados por esa especie de corriente hipócrita que
no les dice que no es bueno porque “acá todos nos conocemos” o la versión más
venial de dejar que “cada uno se exprese” o la culposa de pensar “mirá si es el
próximo Baudelaire y uno sólo un conservador”. Hay de todo, poetas, narradores,
ensayistas, publicados, inéditos, consagrados, ignotos. Todos compartimos la
pulsión por escribir aunque no todos nos decimos escritores. El primer paso es
reconocernos. Es como salir del closet, después de que uno se acepta, la vida
cambia. Y se reconoce entre sus pares, y acepta que tiene cosas para decir pero
también para aprender, que aunque haya nacido “con esta vena”, siempre se puede
ir a más. Que si los pintores aprenden técnicas y los músicos solfeo, los
escritores no somos seres impolutos bendecidos por el maná del cielo.
La Feria del Libro me ha provocado estas
reflexiones y otras más inconfesables. Es el momento del encuentro, es el
Woodstock de los amantes de la literatura. Salgamos, colegas, de las mesas y
escritorios, cerremos por cuatro días la computadora, invitemos a los hijos o
nietos, carguemos las libretitas y los ahorros en los bolsillos y vayamos a ver
lo que los otros tienen para decir, o colguémonos nosotros también a leer, a
vender, a compartir.
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