MEDIO KILO DE MANZANAS Y UN REFRESCO

Hacía dos años le había contestado por primera vez a su madre y desde hacía dos años, cada día, se arrepentía de haberla enfrentado. Ella sentía que nada había vuelto a ser como antes. Aunque su madre no hablara del tema, algún "Ahora que sos tan independiente", dejado caer con ironía, le recordaba que el incidente no había sido olvidado.
Repasaba aquel momento y sentía nuevamente bullir su sangre y concentrarse en el cuello y las mejillas casi hasta ahogarla. A medida que el calor y el color ascendían y la quemaban, la cabeza y la lengua hacían esfuerzos por coordinar palabras e ideas. Pero ahora y cada día desde hacía dos años, además, sentía vergüenza. ¿Cómo pude hablarle así? ¿Qué derecho tengo?, se repetía, mientras bajaba la cabeza y se estrujaba las manos entre las rodillas.
No tenía amigos y su familia se reducía a su madre, más la vaga mención a unas primas de Colón que nunca había visto, pero que se asociaban invariablemente a los cuentos de juventud. Más que el intercambio cotidiano con alguna clienta del almacén, no charlaba con nadie. Tampoco con su mamá. Al cerrar el almacén, iban a la cocina, su mamá prendía la radio y quedaban allí, una a la otra sin nada que decir, hasta que la falta de luz les indicaba la hora de cenar.
En el almacén era diferente. Su madre conversaba animadamente con cada una de las personas que entraba a comprar algo. Ella la escuchaba con atención desde siempre y ese cúmulo de conversaciones le había ido conformando su propia idea de la vida. Su relacionamiento con el mundo era a través de su madre. Más bien a través de esas conversaciones que su madre sostenía con otros. No con ella. Ella escuchaba y asimilaba. No es que le importara tener opinión propia, porque rara vez se hacía preguntas, pero que su madre tuviera todas las respuestas le hacía sentirse muy segura. Tanto, que no tenía ni que preocuparse en pensar. Mamá lo hacía por las dos. En conversaciones con las clientas, la había oído despreciar las muchachas flacas de las revistas, los maquillajes, la ropa de moda. "No sé que le ha dado a la gente por desafiar a Dios, vecina", decía habitualmente para reforzar su comentario. Ella se sentía tranquila. Su madre le cocinaba, le cosía la ropa y le indicaba cuando estaba enferma, si estaba refrescando y cuando había que prender la luz.
- ¡Ah, pobrecita mi hija, doña!- decía -. ¿Qué será de ella el día que yo le falte? Dios no quiera, doña, que un día esta criatura se encuentre sola en el mundo. Si no sirve para nada. Mire lo que le digo, doña, para nada. - agregaba con énfasis en las últimas palabras. - No puedo ir tranquila ni a cobrar la pensión, pensando que esta pobre hija mía está sola en el comercio. Voy y vuelvo con el Jesús en la boca, mire. ¿Y si viene un distribuidor? ¿Y si le da mal el cambio a alguien?
Tantas veces lo había oído que le aterraba el aciago día (Dios no permita) que su madre no estuviera con ella. Sin embargo, disfrutaba enormemente cuando quedaba sola al frente del almacén. Sentada en su sillita de mimbre, detrás de la cortina de la puerta que se abría y cerraba al ritmo de la brisa, miraba fijo la vereda y las casas de enfrente. El local en penumbras y el olor a tierra de las papas y del piso de madera mojado. Casi nadie entraba a la hora de la siesta. Tal vez algún chiquito a comprar caramelos o bombitas de agua. Después llegaba mamá.
Y descorría las cortinas de lona, abría los postigos y la penumbra desaparecía por completo. La hora de la leche y las compras para la cena. Se reanudaban las charlas, los apurones, la balanza, el ruido de las botellas y las orejitas en los paquetes de astraza. ¡Qué bien le salían las orejitas con media vuelta en el aire! Cuántas veces vio los ojos asombrados de los chiquilines mirar la media vuelta mágica y la perfección de las orejitas. "Con el azúcar es más fácil, les explicaba, porque el paquete queda redondito. Lo difícil son las galletitas".
- ¿Me dejás probar?, le preguntaban.
- Ahora no, que hay mucha gente.- les contestaba con aires de importancia.
En realidad ningún cliente le prestaba mucha atención. Estaba allí desde siempre. Al principio jugaba sentada en el piso, cuando sus rollitos eran graciosos y atraía la atención de todos, luego hacía los deberes en un rincón, cuando sus rollitos ya eran rollos y sólo atraía la atención para recibir algún reto, y luego aún, detrás del mostrador, ya obesa y sin recibir siquiera la atención de una mirada. "Hasta luego, doña", saludaban las clientas al despedirse. Ella no existía. Ni para dirigirle la palabra. "Dígale a su hija, doña, que ayer me vendió unos tomates pasados", decían delante de ella, sin mirarla.
Estaba allí desde siempre. No sabía cómo (¿tal vez mirando a su madre?) aprendió a manejar la caja registradora (apretar con fuerza las teclas hasta el fondo, mirar el visor para verificar el valor de las pestañas y vuelta a la manija para soltar el cajón), la balanza de pesas y el tanque del aceite. Siempre estuvo allí. Las vecinas envejecían, se mudaban y ella siempre estaba allí. Con su mamá.
Hacía dos años ya, que un día el muchacho de la estación de nafta de la esquina le preguntó, mientras ella le elegía unas manzanas:
- ¿Cómo pasaste la tarde?
Ella quedó helada, con una manzana a mitad de camino entre el cajón y el plato de la balanza. No era una pregunta general como las que dejaban caer las clientas a diario sin esperar respuesta. Le había preguntado por esa tarde, su tarde, y casi no pudo contestar “Bien, gracias”, sin levantar la cabeza del cajón de manzanas.
- ¿Tuviste mucho trabajo?- insistió él.- Yo tuve una tarde de locos. Ni que estuviera por subir la nafta.- agregó sonriéndole.
Ella no dijo nada. Le cobró las manzanas y lo miró cruzar la calle con el paquete. El mameluco sucio, la gorra requintada y un pedazo de trapo colgado del bolsillo izquierdo. Como si lo hubiera visto por primera vez. En realidad lo veía por primera vez. Y se puso a esperar el día siguiente y el otro, cuando a media tarde cruzaba el Flaco de la Estación a comprar un día un refresco, otro día unas manzanas y otro, un refuerzo de salame.
Su monotonía se transformó en infinitas esperas de día en día. "¿Qué comprará hoy?" "¿Le pregunto como anda?" Se le hacía eterno el tiempo hasta que lo veía cruzar la calle. Siempre alegre, caminando un poco a los saltos, con el mameluco sucio y el trapo colgado del bolsillo izquierdo. El Flaco era conversador, siempre encontraba algún tema mientras esperaba su turno o el cambio:
-¿Viste el choque de la esquina? El auto quedó hecho pelota. No entendés cómo se salvó la mina. Es increíble. ¿No lo viste?
Claro, ella no lo había visto. Ni había visto la llegada del rally al pueblo, ni las pintadas en el muro del Liceo. Él le contaba. La conectaba con el mundo. Eran las mismas charlas de su madre con las vecinas, pero éstas eran suyas. El mundo, su mundo, se ensanchaba y tenía mucho que hacer. Durante la mañana se esforzaba por prestar atención a las conversaciones de su madre, para anticiparse al breve intercambio que le llenaba la vida. Después se ensayaba, entre murmullos, lo que le iba a contestar a la tarde cuando él le contara el acontecimiento del día. Pasaba las horas repasando el día anterior y ensayando lo que hoy sí le diría. Pero no podía. Lo veía cruzar la calle y ya sentía fluir la sangre en sus mejillas desde el cuello. Desparramaba los boniatos o quedaba con la cuchara del azúcar peligrosamente suspendida en el aire. Contestaba con monosílabos y toda la imaginaria conversación, que tanto había preparado, se perdía irremediablemente en la nada.
Pero de a poco empezó a hablar. Al principio, sin levantar la cabeza de lo que estaba haciendo. Luego logró mirarlo y zambullirse en el brillo de sus ojos negros. Superó los monosílabos e incluso insinuó algún tema, cuando el Flaco de la Estación se permitía un silencio. ¿Cuánto tiempo se demora en atender medio kilo de manzanas y un refresco? ¿Cuánto tiempo se puede demorar en atender medio kilo de manzanas y un refresco? Ese era el tiempo que contaba. Veinticuatro horas de espera sólo para alargar lo más posible el tiempo de despachar medio kilo de manzanas y un refresco.
Y tenía mucho que hacer, porque empezaron a interesarle otras cosas. Empezó a prestar atención a la radio, que siempre había oído como un parloteo inútil. Empezó también a mirar cómo vestían las muchachas que pasaban por la calle. Siempre habían pasado, pero nunca las había visto. Ninguna con zapatillas y medias strech a media pierna. Ninguna con batón de lienzo azul. Nunca las había visto tan distintas a ella. La atrapó la certidumbre de su aspecto exterior. Y no tenía margen para incidir. No con su madre atenta a todo lo que pasaba.
Y fueron esos pequeños detalles de coquetería los que irían a descubrirla: el mirarse al espejo a menudo, el peinarse al comenzar la tarde, el archivar las medias tres cuartos, el preocuparse por el destino de un perfume que alguna vez, alguien, les había regalado. Ella creía que disimulaba bien. Sumaba gestos poco a poco y dejaba pasar unos días entre un cambio y otro. Pero el día que apareció en el almacén con el vestido de salir, su madre consideró que había sobrepasado el límite:
- ¿Quién te habrás creído? ¡Andá a vestirte como la gente! - le gritó.
Podía haber sido solamente otra habitual observación en el cariñoso estilo de mamá, pero ella se delató. Demasiado ajena a su propia realidad y embriagada de sensaciones nuevas, preguntó:
-¿No querés que tenga novio?
Su madre exageró una carcajada.
- ¿Te creés que ese Flaco se va a fijar en vos? ¿No te has visto en el espejo? – y el insulto le pegó en plena cara - ¡Gorda inútil!
Así empezó una exhaustiva enumeración de esfuerzos, sacrificios y privaciones, recordadas minuciosamente como quien pasa factura. Parecía haberse desbordado el dique que contuvo tanto desprecio y saña. No faltaron las invocaciones al Señor (Dios no permita) ni los calificativos humillantes. Finalmente, destilando años y años de rencor y odio hacia la vida que, desde años y años, sólo era su hija, agregó:
- ¡No pasé mi vida criándote y aguantándote para que me dejes ahora que me estoy poniendo vieja!
Ella demoró en entender, pero sentía bullir su sangre en el cuello y las mejillas. Sentía como se coloreaba a partir del cuello, mientras la cabeza y la lengua hacían esfuerzos por coordinar palabras e ideas. Rugía, porque no articulaba palabra. Con la cabeza y el tronco hacia adelante rugía desde su más hondo dolor. ¿Era su madre la que decía todo eso? ¿Era la misma madre que la había cuidado desde siempre? Una rabia instintiva nacida de las entrañas la invadía más allá de la incredulidad. En ese momento lo vio claro. El menosprecio, la indiferencia y la falta de afecto sustituyeron la abnegación, la dedicación y los desvelos. La imagen del Flaco la animaba y le gritó como pudo:
- ¡Vos nunca me quisiste! – y repitió para convencerse - Nunca me quisiste.
Se sintió vencida por segundos, en tanto su madre recuperaba la calma:
- ¿Y qué vas a hacer? ¿Irte con el Flaco ese?
Nuevamente el desprecio la abofeteó. Con la cabeza y el tronco hacia adelante jadeaba como un animal buscando las palabras que no tenía.
- ¡Claro que me voy con él! Es el único que me quiere – le gritó al fin.
Así enfrentadas las encontró el Flaco de la Estación, quien descorrió las cortinas de lona de la puerta y entró con un saltito, como siempre. Fue en el mismo segundo que el último grito de ella quedó colgado en el aire. El Flaco palpó la atmósfera y se sintió incómodo. Extrañado, miró a las dos mujeres enfrentadas y, tan rápido como pudo, dijo:
- Vine a despedirme. Me voy para Colonia porque me caso el sábado.

En: Antología de Poesía y Narrativa Breve. «Latinoamérica Escribe» 2007. Editorial Raíz Alternativa. Buenos Aires. Argentina

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