Sentada a la entrada de Machu Pichu y rodeada de extranjeros de los cuales yo soy una más, esperamos a Cosme para que nos oriente la visita. El viaje ya es inquietante: en el tren abandonamos la visión árida pero cultivada del Valle Sagrado y nos internamos en una vegetación selvática, húmeda y fría entre frondas de helechos y esqueletos de hojas gigantes. Desde Aguas Calientes arriba, en serpenteante ascenso, a derecha e izquierda comienza a crecer el precipicio: enormes montes de verde profundo se levantan con sus cabezas envueltas por las nubes y sobre un valle acollarado por el río sagrado. Too much. La emoción de la inmensidad me embarga y no puedo evitar el llanto.
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