Reconocimiento virtual


Me siento frente a la computadora y enciendo el zoom. El espejo cotidiano que te muestra durante 8 horas cómo se agrandó el granito que ayer apenas abultaba, cuánto han crecido las ojeras, cómo se ha ensanchado la línea de canas en la cabeza o a cuántas llegan las arrugas en los párpados. No hay escapatoria para enfrentarse con uno mismo. Constatar cómo nos ven  los otros. ¿Qué somos para otros?

Antes vivíamos nuestra vida sin tener conciencia si teníamos el pelo parado, si habíamos perdido un aro o se nos había quedado pegada una lechuga en los dientes. Ahora  estamos pendientes. Vivimos enfrentados a nosotros mismos pero desde lo superficial, desde lo externo. Me he sorprendido peinándome con las manos mientras pierdo el hilo de lo que digo. Mi propia imagen me desconcierta y me desconcentra.

Vivimos en vidriera y aunque por momentos nos olvidemos que los otros están allí, ellos nos ven, siempre nos ven. Salvo que hagamos como los estudiantes que apagan la cámara y el micro y se echan a dormir. Y uno queda ahí, en ese tunel oscuro lleno de ventanitas negras, donde la única iluminada es la de la propia imagen, que acentúa el inventario del deterioro. Una, sola, hablando sola. ¿A quién? ¿A quiénes? ¿Quién me ve, además de mí?


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