Isabel y el río


Desde el borde quebrado de la costa, Isabel miró el río gris que reflejaba el cielo tormentoso. El bufido del viento norte golpeaba sus oídos filtrando como un cedazo el resto de los sonidos. Una leve bruma difuminaba los contornos a lo lejos y las islas en la costa de enfrente parecían negras matas de arbustos orladas por una faja de arena blanca. El río estaba en bajante y el fondo fangoso se dejaba ver al internarse como lenguas.
Isabel adoraba su ciudad litoraleña. Muchos años atrás había llegado traída por un matrimonio que no prosperó, pero ella, en cambio, había echado raíces. El viento trajo un lastimoso chirriar de hamacas y pensó en su infancia, tan lejos de ese río, cuyo apego explicaba, tal vez, el cariño a la ciudad. A lo lejos se veían unas rocas asomando peligrosas y en la orilla, unas chalanas naranjas le ponían color al telón gris que discurría encrespado. El río golpeaba contra los costados de los botes, acompasando con ritmo monótono el vaivén de las aguas. Volvió a poner atención en el chillar de las hamacas y recordó la que el abuelo había colgado de la rama de un ciruelo añoso que presidía el patio interior de la casa. Aquella hamaca raspaba con un sonido áspero la madera del árbol y con el paso del tiempo la cuerda que la sostenía había hendido la rama y formado un surco. El viento norte, templado, le acariciaba la cara y al atravesar los follajes cambiaba de sonido. Isabel había aprendido a reconocerlos cuando su abuelo, allá en la estancia, la llevaba a "entender el monte", como le decía.
- ¿Oís, Isabel, como suena el viento a través de los eucaliptos de la quinta? Parece que susurra.
La niña se esforzaba por distinguir el siseo de las casuarinas del cascabeleo de las hojas pendulares de los álamos. El canto estridente de unos pájaros de árbol a árbol la sacó del ensimismamiento. La costa parecía recobrarse luego de una penosa prueba y manchas verde brillantes se intercalaban entre el pasto reseco por las heladas. Algunos árboles aún permanecían desnudos, otros se esforzaban por rebrotar y el color de los renuevos se imponía en el paisaje. Isabel sabía de inviernos. Desde que quedó con el abuelo y su hermanito menor, después que a su papá lo apretó un novillo en el tubo de ganado, Isabel tuvo que aprender a ordeñar las lecheras. Invierno y verano, de lunes a domingos se levantaba antes de salir el sol. No había descansos ni excusas. A medida que fue creciendo dejó de dar la ración a las vacas en la sala para a ayudar a traer el lote de animales del campo y luego, ya mayor, sacar los tarros a la ruta en el carro de tiro. Todavía de noche, sabía que llegaba a la portera cuando escuchaba el motor chatarrero del camión de la planta doblando el recodo. Mientras tiraba del carro con los dos tarros encima y con las manitos entumecidas por el frío, se había jurado que la lechería no sería su destino. Isabel levantó la vista incomodada por un remolino de polvo y hojas secas que rebotaban sobre el pavimento. El sol empezaba a hacerse un lugar en el cielo y el río destellaba sus chispazos. Distinguió un diminuto silbido de pájaro confundido entre el resoplar del viento. Isabel sabía que su matrimonio sólo había sido el medio para escapar, por lo que no sentía el divorcio como un fracaso. Sabía también que había sido la vía de llegar a esa pequeña ciudad, sin más atractivos que ese río portentoso que la cobijaba.

Comentarios