La ciudad inundada




Vivo en el centro de la ciudad inundada. Es improbable que el río llegue a mi casa. Pero está a cuatro cuadras. Y hay agua en el fondo de la plaza en la que el domingo festejamos al nuevo presidente. Y no se puede orillar la tragedia. Todos tenemos el compañero que no vino a trabajar porque está mudando a los padres o el que mide hora en hora el avance de las aguas porque conoce a ciencia cierta a qué altura tiene que abandonar su casa. Toda la ciudad se conmueve en un permanente trasiego de camiones que descargan los naufragios de las familias enteras como espectros en procesión. Todo local vacío cobija trastos y personas y los familiares se amontonan en las casas de las colinas. Tanto ricos como pobres viven a orillas del río, unos en la costanera y otros en las barriadas del sur pero ninguno escapa a la masa democratizadora de agua que llega hasta el cordón y en el vaivén del golpeteo sube a la vereda, luego al umbral, llega al zaguán y ya está adentro. Como las agujas del reloj, avanza sin ser vista salvo por las marcas que supera.

El lenguaje se puebla de palabras de agua: evacuados, cota, damnificados, mudanza, donaciones, sumergidos, voluntarios. Y cada familia tiene su estrategia. Las hay que se resisten a salir hasta vivir unos días con el agua a los tobillos. Otros suben al techo y montan guardia con el perro y los colchones, otros acampan frente a la puerta con el abuelo en silla de ruedas y la cocina a gas. Estos son los que anteponen el cuidado de sus pertenencias a la calidad de vida. Trabajadores esforzados o avaros contumaces. Son los que están peor, pero tranquilos. En La Chapita los chancheros trasladaron los corrales hasta el cantero de la avenida y ahí siguen con su vida, mirando el río a la altura de la cornisa y a la espera que las aguas bajen para volver a levantarse. Acampan, a merced de las tormentas, la humedad, la falta de higiene y las boas, los monos y los yacarés que bajan del Brasil flotando en un camalote o enancados a un árbol, tan asustados como nosotros.

Otros se dejan llevar. Más baqueanos quizás, expertos de inundaciones y otras ayudas públicas se dejan llevar al Estadio o al Liceo a compartir el espacio, mejor vestidos que nunca, mejor comidos que nunca, secos, atendidos, mimados, confortados. Los primeros días alguno, incluso, exclamó su deseo de que la inundación no acabara jamás. Al pasar las semanas es probable que la convivencia deteriore también el entusiasmo.

Comentarios

  1. excelente, muy triste pero se siente el amor por tu gente

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  2. el mejor relato que lei de la situacion
    impecable como siempre
    beso, galli

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  3. Es estupenda la forma en que la crónica rítmicamente sigue al agua; corre, sube, baja, e inunda todo resquicio. Al final, hasta el alma se nos queda empapada.

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