Holanda III: la Casa de Anna Frank



Si puedo hablar de un libro de cabecera en mi vida, ese ha sido el Diario de Anna Frank. Y no he vuelto a encontrar un libro que me acompañe por años y al que recurra cuando estoy aburrida, contenta o melancólica. No he vuelto a tener una relación de cercanía, casi de intimidad con ningún otro libro. Y he leido muchos. Algunos que por supuesto son mejores que el Diario o incluso más entretenidos. Pero con el Diario, y por lo tanto con Anna, éramos amigas. Compartíamos la complicidad de las siestas, las charlas con Peter mirando el castaño, su rabia hacia Mrs. van Daan (van Pels en realidad), su repugnancia por las coles agrias y su sueño de convertirse en escritora.
Entonces, no podía pasar por Amsterdam sin conocer la "casa de atrás". Materializar las imágenes que estaban en mi mente, sentir la atmósfera, tratar de trasladarme a esos años y por un instante acercarme a aquella niña cercada que también fui yo.
Y allá fuimos. Mientras hacíamos la cola de varios minutos intenté concentrarme en el entorno, en aquellas cosas que podían haber permanecido desde la época de Anna, pero con la conciencia de que ella desde su escondite no había podido disfrutarlas, como el farol de la esquina o las fachadas de enfrente que dan al canal.
Adentro, pude ubicarme espacialmente en el plano, entender donde estaba en almacén, donde las oficinas de la empresa y donde el depósito. Entender que cuando Ana decía que los domingos bajaba a las oficinas qué quería decir y, al fin, me enfrenté con la famosa puerta giratoria camuflada por la estantería.
Y entramos en el escondite de los Frank. Nada coincidía mucho con mi imaginación pero no me sentí defraudada. Me impresionó que esas habitaciones tan pequeñas hubieran podido contener la vida de ocho personas durante dos años. Vacías como están ahora parecen más chicas y tuve que volver más de una vez (con lo difícil que fue andar a contracorriente de los visitantes) a buscar la maqueta que me recordara dónde estaba la cama catre de Margot o la cama rebatible de los van Pels. Una luz mortecina de una bombita que pendía del techo no debería ser muy diferente a la luz bajo la cual Anna escribía en sus cuadernos. Pero la mayor impresión fue sin dudas las ventanas selladas para no ser vistos desde afuera. La constatación de que la mayor parte del día pasaban en silencio y en penumbras. No me había hecho esa idea, tanta vida había en las páginas del diario y tanta energía había en Ana.
Y luego me enfrenté al cuartito de ella, que además debía compartir con Fritz Pfeffer (Dussel en el Diario), un hombre maduro y vulgar con el que no tenía nada en común. Al ver el tamaño del cuarto no alcanza la imaginación para entender cómo entraban las dos camas, el escritorio donde escribía y las otras pertenencias. Sólo quedan en las paredes, sobre el empapelado las fotos de los artistas de cine favoritos de Anna, entre las que distinguí a Liz Taylor y fotos de la familia real de Holanda e Inglaterra. Recortadas con una tijera con trazos imprecisos son las únicas testigos que compartieron las horas con Ana, saben qué pasó durante el allanamiento y han visto desfilar cientos de miles de visitantes de todo el mundo que fueron conmovidos por el espíritu de Ana y traspasados por la tragedia de una época.
Con el baño con su inodoro floreado, que no podían usar durante el día, termina la primera planta de la "casa de atrás", para acceder a la residencia de los van Pels a través de una escalerita muy pero muy empinada. En esa habitación además del dormitorio del matrimonio, transcurría la vida en común de las dos familias. Cocinaban, comían, estudiaban en ese espacio sin luz natural y sólo algo mayor que las anteriores habitaciones. Se siente la atmósfera cargada de malhumor de las cenas compartidas, la electricidad que recorre el espacio ante las discusiones de Mrs. van Pels y Mrs, Frank, el nerviosismo contenido al escuchar los avances de la guerra por la radio.
Y luego en el pequeño cuarto de Peter la escalerilla que conduce al altillo, único lugar en el que ambos jóvenes encontraban paz para sus almas en crecimiento. No está permitido el acceso pero se llega a ver la mansarda por la que se cuela el cielo más azul de Amsterdam.

Comentarios