Al Despertar. En: La Tertulia Nº 8. 31-32. 2013.

AL DESPERTAR
Margarita Heinzen

Yacía boca abajo en el lado izquierdo de la cama. Un dolor suave me oprimía la frente apenas, casi sin molestar, pero estaba ahí como una presencia invisible y un recuerdo imborrable de la noche anterior.
La cabeza, de lado, miraba hacia el borde de la cama. Intenté abrir los ojos, pero uno de ellos permanecía aplastado contra la almohada. Sólo logré entreabrir el izquierdo. La luz entraba por la ventana y al filtrarse por la cortina, acariciaba los objetos en tonalidades verdosas. Con los dedos de la mano que tenía cerca del rostro aparté el pelo que me impedía definir la visión de lo que me rodeaba. Con un solo ojo me faltaba profundidad para ver los objetos. Demoré unos segundos en regular la distancia. Me di cuenta que no sentía mi brazo derecho. El cordón que recorría el borde del colchón se me metía dentro de la boca y sobresalía como una colina casi hasta la nariz. Veía la pared verde. Apenas un área de unos metros desde la altura de mis ojos hasta el piso de mosaico veteado. ¿Es verde o la vuelve verde la cortina?, me pregunté con extrema lucidez, considerando mi estado general. Apenas reconocía el entorno. Había una radio sobre un banco. Apagada. Los parlantes le daban marco a un insecto que, parado en el borde, me cuestionaba sobre los excesos de la noche anterior. Un pozo oscuro profundizaba en mi cabeza al intentar recordar. Moví los músculos del rostro buscando liberar a la visión mi ojo derecho. Al mover la cabeza la leve molestia se volvió una puñalada en el medio de la frente. Volví a apoyar la cabeza en su sitio, cerré los ojos intentando que todo volviera a su eje y los abrí de nuevo, lentamente. Miré hacia el piso, hacia el lado inferior de la cama. El borde del
colchón se interponía en un primer plano. Por detrás, un cable naranja asomaba debajo de una camiseta blanca tirada en el piso. Su silueta mostraba el descuido con que había sido sacada y por la boca del cuello aparecía un enchufe marrón con dos dientes de cobre que me increpaban. El cuerpo de la serpiente naranja permanecía arrollado entre el extremo más alejado de la alfombra y la pared en la que se recostaba la radio con parlantes en panal. Entre brumas recordé el cuarto de hotel, el viaje en bus. Pero no más. Quise tragar saliva y la sequedad de la boca dejó el gesto sólo en un amague. Sin moverme, continué inspeccionando el ambiente que comenzaba a reconocer bañado por la luz del amanecer. Cerca de mi cabeza, tanto que no lograba abarcarla en su totalidad, una alfombra azul con dibujos geométricos color crema servía de base a una sandalia invertida. La suela hacia arriba tenía un papel blanco de chicle o de cigarrillo pegado en el taco. Parecía húmeda de caminatas pero no pude recordar si la noche anterior había llovido. A su lado un grueso cordón violeta enrollado sonreía en una mueca de payaso. Identifiqué el apremio en mi bombacha.
Moví los ojos hacia la parte superior de la cama. El vértice de la mesa de luz me acusaba como una lanza a punto de penetrar en mi cabeza. La luz que entraba rebotaba en dúo entre la superficie de la mesita y el vidrio del despertador. Entrecerré los ojos. La lengua reseca se impregnó de un gusto amargo. No sentía el brazo derecho que estaba hacia atrás de mi cuerpo. Intenté moverlo pero no pude. Un apéndice inerte se extendía más allá del hombro. Abrí de nuevo los ojos y recorrí la pared verdosa, perlada por grumos de pintura y mosquitos aplastados. El cadáver del que quedaba a la altura de mi vista estaba pegado con restos de sangre de su última comida. No había cuadros en la pared. Volví a buscar con la vista el extremo inferior de la cama. Mi rodilla en primer plano reposaba sobre el borde de madera. Detrás de ella veía el armario abierto en una hoja de su puerta. De un cajón balconeaba un corpiño de encaje. Intenté mover el brazo derecho y sentí que lo recorría un hormigueo. Me dolió como un remordimiento. Estiré la pierna y dejé de ver la rodilla en primer plano. Entonces rocé otra piel. Un hueco se me abrió en el estómago y se inundó de todos los gustos del amanecer. El hormigueo del brazo me recorrió la espalda y llegó al talón. Intenté deslizar mi pierna de nuevo y de nuevo rocé un pie que no era mío. El corazón se me atragantó. Quise incorporarme pero el cerebro rebotaba dentro de mi cabeza y no pude. Cerré los ojos con fuerza. No sentía el brazo derecho y cada vez que intentaba girar me tironeaba hacia abajo como un ancla de condenado. El brazo había quedado aprisionado y perdido la circulación. Cambié de movimiento y sólo cinché hacia mí para aflojar la presión. Mil agujas atravesaron la yema de los dedos y un dolor amargo se fue extendiendo por el músculo. La onda de calor desde la mano hacia el hombro lo fue reviviendo. Me concentré en ese dolor para volver a sentir cada célula, cada fibra. Logré deslizar el brazo por debajo del peso que lo aplastaba. Entonces giré.
Un individuo que nunca había visto dormía a mi lado boca arriba, tocado por la luz de la mañana que entraba verde a través de la cortina de la ventana de aquel cuarto de hotel.

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