143. Siena o los descendientes de la loba.

En plena campiña Toscana, Siena se levanta con sus torres y murallas entre colinas. Una mancha terracota sobre el campo adelanta el encuentro. La ciudad se abre y cierra entre pendientes que suben y bajan. Todas las calles conducen a la Piazza del Campo, un enorme abanico de ladrillo rojo que nace en el Palacio Municipal y desde allí se irradia en nueve sectores hacia las galerías que la bordean repletas de comercios de souvenirs, trattorias y pizzerías. Como en el fondo de una piscina vacía, los paseantes se sientan en el suelo a merendar.


Allí se realiza, desde la Edad Media, el Palio, que es una competencia hípica entre los 17 barrios de la ciudad, que viven esta contienda con pasión de carnaval. Cada barrio tiene su escuadra, sus símbolos y sus blasones: de la Oca, de la Concha, del Caracol. Sólo compiten 10 en cada juego y la población se prepara todo el año para participar en una de las dos fechas (julio o agosto).
Desde una de las colinas, como una cebra dormida vigila la ciudad Il Duomo de la Catedral. El mármol blanco alternado en listones de una piedra azul pizarra, se entremezcla en la fachada con rosados y blancos de un pastel de cumpleaños.  El interior es lujoso. Palabra exacta en un país donde abundan las iglesias y los lujos eclesiales. El pavimento en mármoles de colores recrea imágenes de la biblia y de la historia con el detalle de la filigrana de una alfombra persa. Uno recorre la nave mirando hacia abajo los dibujos que no se pueden pisar. Hacia el fondo un púlpito como salido del mundo de Narnia espera con sus  leones y sus arcos trifoliados. Un exceso de alegorías y figuras que se anticipa al barroco.  Sin haber llegado a FLorencia y sin conocer el "síndrome de Stendhal", Jorge se acercó y me dijo: "Vámonos. Tanto lujo me da náuseas".









   

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