123. El costo de los ojos azules

En la mesa de al lado, en el restaurant de El Ateneo, almuerza una pareja mayor. El debe tener más de 80 años. Bien llevados, pero no menos de 80. Sospecho que ella también. Más que nada por el trato, por esa familiaridad que da el ser contemporáneos y compartir códigos y años de conocimiento. Ella tiene una apariencia de muñeca de quirófano: atemporal pero añosa. Hermosa pero estandarizada. Muy delgada,  de piel blanca y fina, sus hermosos ojos azules iluminan una melena colorada que le enmarca el rostro de pómulos rellenos y labios siliconados. Elegante desde la ropa hasta los gestos, mira fijo, se detiene a mirarte como hacen aquellos acostumbrados a mandar. Un especimen raro para Uruguay, no tanto para Buenos Aires.
El hombre habla y habla. Cuando presto atención, con facilidad escucho la conversación porque las mesas están muy cerca. El desarrolla un monólogo típico de viejos: enfermedades, consultas médicas, descripciones exhaustivas de síntomas y tratamientos, medicamentos y dosis, pasando por destrezas de uno y otro médico. 
Mientras almuerzo pienso que ella debe estar aburrida. No habla y el hombre no para. Ella lo mira, me mira, mira otras mesas con sus grandes ojos.
Al final él le pregunta:
- ¿Y vos cómo andás? - y agrega por las dudas -De salud, digo.
Pareció que ella estuviera esperando esa entrada para explayarse:
- ¿Yo? Terrible -afirmó. Mirame. Mirame cómo estoy: impecable. Y encima con la herencia maldita que tengo, al menos voy a vivir unos 100 años. Y ya no puedo más -continuó. Hace años que no como. Hace años que no disfruto una comida porque todo engorda. Y hace mucho que no me miro al espejo porque no soy capaz de verme el deterioro. Tengo una salud de hierro y así, la verdad, es que no quiero vivir.

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