Melquíades el cartero

Melquíades era cartero y había pasado gran parte de su vida caminando. Cuando empezó a trabajar pensó que una bicicleta lo ayudaría ya que su reparto se extendía al pueblo vecino a quince kilómetros del suyo. Luego de seis meses de ahorro, logró comprarse una que relucía en sus paragolpes cromados. Recién entonces se propuso aprender a andar. En un fin de semana, luego de varios porrazos y coscorrones que le valieron la risa de los niños del vecindario, Melquíades logró salir erguido, camino abajo en su bici nueva. “¡El árbol!”, sintió que le gritaban y no sintió más. Estuvo varios días inconsciente, se le abolló la cabeza y perdió no sólo la bicicleta sino los días de trabajo y sus jornales, que se los llevaron el médico y los medicamentos que necesitó para curarse las heridas. El salario del séptimo mes quedó en el taller de reparaciones y así Melquíades vio alejarse cada vez más la posibilidad de irse de la casa de sus padres para independizarse. Lo había decidido al poco tiempo de haberse mudado con ellos una tía loca que le hacía la vida imposible. Desde la primera vez que se le metió en el cuarto reclamando un lugar en la cama porque tenía frío, resolvió buscar empleo e irse a vivir solo. Las visitas nocturnas de la tía septuagenaria a su cama adolescente se sucedían aun cuando Melquíades intentara trancar la puerta, llegar a hurtadillas o no volver a dormir a su casa. La tía se recortaba en el marco de la puerta vestida solamente con calzones de volados cantando “voy al centro a ver la verbena/ y a meterme en la cama después”, y se deslizaba a su lado y quedaba acurrucadita diciendo que tenía frío. Al otro día no recordaba nada. Cuando al principio el padre de Melquíades intentó increparla por su comportamiento ella lo miró con los ojos licuados y sin expresión que tenía la mayor parte del día. Tan ajena a la imagen de ninfómana era la de esa viejecita ausente que mordía cáscara de pan, que a la larga los padres pensaron que Melquíades mentía y que terminaba las noches en el sofá sólo para mirar televisión. El se sintió abandonado pero no dijo nada. Dejó los estudios que pensaba retomar más adelante, consiguió el empleo de cartero en el pueblo vecino e intentaba independizarse cuando la historia de la bicicleta lo retuvo en la casa de sus padres y aguantando a la tía loca un tiempo más.

Cuando se recuperó del golpe, se acostumbraron a verlo en los dos pueblos montado en su bicicleta, pequeño en su uniforme gris y con la cartera de cuero de lado, casi tan grande como su pierna. Le gustaba demorarse a la orilla del río, se tendía sobre el pasto a la hora de la siesta cuando el calor levantaba y soñaba con lo que haría cuando lograra dejar la casa paterna. Pero una tarde que se durmió a la sombra de un sauce, le robaron la bendita bicicleta. Creyó sucumbir. Los sueños se le vinieron abajo, le faltaban fuerzas para volver a empezar y decidió que no seguiría corriendo tras una bicicleta. Sin dudas, sus pies eran lo más confiable para trasladarlo de un lugar a otro.

La falta de bicicleta le cambió el ritmo. Tenía que pensar los recorridos y empezó a buscar nuevas sendas, cambiando de camino para ir de su casa al trabajo o de una dirección a otra. Los pueblos eran pequeños pero tenían rincones insospechados y Melquíades se entretenía en los recodos entrañables y siempre descubría nuevas vías para llegar al mismo lado. Le gustaba tomarse su tiempo, sentirse que se adueñaba de cada lugar y se imaginaba que en aquel lote vacío construía su casita o que compraba y reformaba la casa abandonada de la familia Píriz o que le alquilaba la panadería a don Ramón y aprendía el oficio, después de terminar la secundaria.

Seguía sin poder concretar su sueño de vivir solo. Primero se enfermó su padre y sus ahorros se fueron en ayudar a su madre que se desvivía entre el hospital, la casa y la tía loca que parecía más saludable cada día. Melquíades había desarrollado ciertas artimañas para engañarla, y si bien seguía molestándolo como al principio, le había agarrado la mano a un somnífero que la dormía por unas cuantas horas.

Un buen día Melquíades no pudo leer las direcciones en los sobres. El ejercicio permanente le conservaba una buena figura y aún tenía el pelo negro pero se dio cuenta que ya se le había pasado la mitad de la vida. La tía loca finalmente había muerto, así que él no podía dejar sola a su madre, ya tan viejita y necesitada. Pero se puso a pensar que tenía edad para formar su propia familia por lo que empezó a buscar una esposa. El conocía a todas las mujeres de los dos pueblos, les sabía sus historias y había visto transformarse a cada niña en muchacha. La que vivía sola había llegado tarde porque él ya no pensaba mudarse; a la que vivía con los padres no le iba a causar gracia seguir viviendo en casa ajena; a la que era soltera, por algo sería, la viuda era una carga pero tenía experiencia. A todas les veía virtudes y defectos y así seguía pasando el tiempo. Entonces se fijó en Gladys que todavía estaba soltera, vivía con los padres y tenía unos bonitos ojos negros de asombro. Al principio se encontraban como por casualidad en una esquina o en el camino del monte y ella lo acompañaba a repartir algunas cartas. Al terminar el recorrido ella le preguntaba:

- ¿Y mañana? ¿Por dónde arranca?

Y mañana lo esperaba en esa esquina como si, otra vez, por casualidad pasara por allí. Gladys lo fue llevando de a poco, sin apurarlo, así que cuando Melquíades quiso acordar estaban casados y viviendo en la casa con su madre, que se sintió reconfortada de que su hijo ya no estuviera solo. Melquíades aprendió la alegría de ser especial para alguien, la dicha del calorcito en la cama y el regocijo de haber exorcizado el pellejo de la tía loca. Nunca sintió el rayo de la pasión o la locura del amor pero a Gladys la quiso como a ninguna, con un afecto sólido entretejido por los gozos y tristezas de la vida. La madre no pudo disfrutar de los nietos que no vinieron, pero Melquíades, sensible y conocedor de cada vecino en los dos pueblos, comenzó a ayudar a las familias numerosas con el octavo o noveno niño, haciéndose cargo de su educación o su vestimenta e incluso recogiendo a aquellos que quedaban huérfanos. Sentía un calorcito en el pecho cada vez que abrazaba a un bebé. “Como si me pusiera un chaleco de terciopelo”, decía con pudor para justificarse. Y así, aunque ya no pretendía tener bicicleta ni mudarse, siguieron faltando los ahorros en su casa.

Después de cincuenta años le llegó le llegó la jubilación. Melquíades tenía el pelo blanco y abundante y se había achicado tanto que cargaba la bolsa de cartero con un nudo en la correa para no arrastrarla. El pueblo entero organizó una fiesta para despedirlo y se hicieron presentes más de veinticinco muchachos, hombres y mujeres que lo llamaban Padrino y le regalaron una flamante bicicleta. Melquíades la recibió con la voz quebrada por la emoción, se montó, no sin cierta dificultad, miró a Gladys y le dijo:

- Vamos, Vieja, que te debo este paseo.


Publicado en Letras Libres. http://www.literaria.carel.us

Comentarios

Publicar un comentario