27. Los omnibuses y el tiempo

¿Quién no ha perdido un bus? ¿Quién no se ha equivocado de vehículo y tomado otro que fuera hacia un destino diferente? ¿Quién no se ha bajado en otra parada o seguido de largo porque se durmió? ¿Quién puede decir que no le ha pasado? Todos tenemos anécdotas de este tipo. Yo me tomé un tren en Montpellier para ir a Lyon y terminé en Lille, en la misma frontera con Bélgica porque no entendí la voz metálica que indicaba que tenía que cambiar de coche. Otra vez, llegué corriendo con el corazón en la mano y los pulmones heridos de nicotina, cuando el ómnibus ya se alejaba del andén. También me equivoqué de coche y tuve que cambiar en Santa Lucía, cuando el bus llegó al peaje. En muchos años, tengo muchas historias de este tipo.
Pero que en un viaje de dos días, tres veces me equivocara de ómnibus, de horario y de lugar de destino, no me ha pasado. A mi hija sí. La esperaba el sábado a las 7 de la mañana, luego de un viaje de cinco horas. Cuando me desperté, tenía en el celular el aviso de que se había dormido, que había salido corriendo hacia la terminal y que había conseguido otro pasaje, por otra ruta, para las 5 de la mañana y que por lo tanto, llegaría a las 11. Me fui tranquila a trabajar, pensando que valía la pena aprovechar ese tiempo, antes que ella llegara. A las 10, recibí una llamada de tono angustioso, en la que me decía que se había bajado mal, que no había reconocido la terminal, que estaba en Mercedes (a dos horas de casa), que el próximo bus era a las 18:00 horas. Dado que se iba al otro día, parecía mucho tiempo para esperar en una ciudad en la que no tenía ni conocidos ni interés. Me pidió que la fuera a buscar. Le dije que no podía, que estaba trabajando. Llamé a mi marido y le pedí que la trajera en el auto. Buen viaje, a las 14:30 estaban en casa. Habíamos ganado unas cuantas horas de estadía compartida. 
Pasamos juntos un lindo día y medio. Ella tenía pasaje de vuelta para las 2:10 de la madrugada. Había venido para ordenar y clasificar sus posesiones de infancia y adolescencia porque habíamos empezado a remodelar su cuarto. Entre el polvo de la obra y el polvo moribundo de años depositado sobre los objetos, estuvo todo el domingo. Era una tarea enorme y no le daba el tiempo de terminar. Se acercaba la hora del viaje de regreso. Quería bañarse pero no dejaba de seleccionar y revisar sus pertenencias, olvidadas por unos cuantos años. Yo me puse nerviosa de que volviera a perder el bus, así que me quedé con ella en el dormitorio para ayudarla y, sobre todo, marcarle los tiempos. Con su teléfono, porque el mío había quedado abajo. El tiempo pasaba y yo empecé a impacientarme porque se demoraba en cada cuaderno y cada recorte que encontraba. A las 1:40 le dije que ya no podría bañarse, que le llamaba el taxi para que se fuera. A las corridas terminó de poner sus cosas en la mochila y, mientras llenaba una botellita de agua, el taxi ya apareció en la puerta. Salió corriendo, ni me dio un beso porque el taxi se iba. La saludé con la mano. Al entrar ya empecé a notar todo lo que se había olvidado: unos championes, el libro que estaba leyendo, unos medicamentos. Era lógico, pensé. Me fui a dormir.
A la mañana siguiente, cuando me levanté, encontré una serie de mensajes de ella anunciándome que había llegado a la terminal una hora antes, porque su teléfono, por defecto, había puesto la hora de verano, cosa que este año no vamos a tener.     

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