La cocina de mi abuela Ofelia era la extensión de su consultorio de dentista. Azulejada en blanco, brillaba desde la mesada al piso y cada cosa se guardaba en su armario. Para ella, cocinar no era diferente que preparar una amalgama y mantenía alineadas los cucharones y espumaderas como las pinzas y exploradores. Sólo los jugos gástricos y la hora del día descubrían qué se estaba tramando allí.
En mi casa, en cambio, hasta que
no terminábamos de almorzar la cocina mantenía las mesadas cubiertas de platos, paneras y verduras; las ollas chorreaban; los bowls exhibían la suciedad sin pudor; los
pisos mostraban un reguero de cáscaras de papa y migas de pan y la pileta engordaba
de platos y cubiertos en uso, como si mamá fuera hija de mi otra abuela, la
tana, para quien cocinar era un ritual alegre y misterioso. Para ella todo dependía
del humor de la cocinera: si estaba triste la comida quedaba salada, si estaba
enojada picante, si enamorada se agriaba la crema. Así que ella tomaba su
copita de licor y empezaba a picar y rallar, mezclar y batir según se lo dijera
el corazón ese día. La cocina se iba poblando de aromas que venían no sólo de
las cacerolas sino también del canasto de las papas, de las ristras de ajo, de
los atados de albahaca y romero y de los frascos de aceite. Todo estaba a la
vista y a la mano y nunca la vi leer una receta. Una vez, cuando ya era grande,
le pedí la de la torta marmolada, que adoraba. Con sus indicaciones sólo logré
una plantilla pegada al fondo de la asadera. ¡Bueno, hija, es que tus puñados
son más chicos que los míos!, me contestó riendo frente al reclamo.
Este texto lo escribí en un taller con Laura Freixas
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