San Marcos es un exceso. Exceso de tamaño, de cúpulas, de abalorios, de columnas y de palomas. Las dos explanadas, la Piazza San Marcos y la Piazzeta envuelven la fachada gótica y la custodian el Campanile y la Torre Del'Orologgio, único azul y oro sobre el blanco y gris. El reloj, en un cielo de estrellas, es custodiado por un león, y encima, dos muchachos con mazos esperan la hora de golpear la campana.
El Palacio Ducal se extiende en una perspectiva casi infinita de columnas blancas de ojos trifoliados hasta el mar. La Piazzeta se enmarca por las columnas del león y San Teodoro, mientras las góndolas se mecen en el amarre. Enfrente, a pocos metros, otra isla, otras cúpulas, otras torres dibujan otros lienzos sobre el cielo esponjado de nubes. Una paloma se para sobre mi brazo y me mira con su ojo egipcio, hasta que el revoloteo de sus hermanas en el suelo la hace volar. Un aire más íntimo que la brisa del mar la despega de mi cara.
Hay dos maravillas más: los pisos de efecto estrogoscópico que como mandalas engañan al ojo inventando relieves y rotaciones: círculos concéntricos, guardas, cuadrados con rombos y triángulos en trapecio elaboran estilos de ilusión en todos los colores que el mármol permite y el que no lo permite, lo inventan.
La segunda más deslumbrante: la Pala D'Oro que es un políptico de plata recubierto en oro que cuenta la historia de San Marcos en decenas de cuadros tallados y adornados por dos mil piedras preciosas. Como de un cuento de Oriente, los tesoros de los sultanes desbordan de los arcones abiertos.
Comentarios
Publicar un comentario