La cuarentena y la mirada interior


¡Qué enredo! ¡Qué maraña de espineles se instaló en mi cabeza! Justo ahora que tengo que pegar el empujón final para liquidar el año. Me gustaría no tener que dar más clases y poder terminar lo planificado para cambiar de sintonía. Miro hacia adelante y sólo veo más de lo mismo: no hubo vacaciones, no hubo viajes.

El zoom te afina las dendritas, estoy segura. Genera la sensación de cualquier otra adicción: uno sabe que le hace mal, se siente mal después de un uso excesivo y sin embargo, más le atraen las ventajas que los malestares. Como si no fuera poco la permanencia por ocho horas frente a la pantalla, además, uno se inscribe en un curso, "porque esto es, en realidad, lo que me gusta". Y después, cuando tiene que elegir entre mirar una película o leer un libro, vuelve a elegir la película. ¿Qué tenemos en la cabeza? Esa luz catódica, esa lluvia de electrones tiene los efectos de una metanfetamina. 

El libro da más trabajo, eso lo tengo claro. Un libro requiere el esfuerzo de emparejar con el lector, decodificar el texto, armar tu propia visión del relato, imaginarse los personajes, los lugares. ¿Ustedes se pueden imaginar los lugares que te describen con claridad? Lugares minuciosamente descriptos como los de Umberto Eco, ¿se pueden imaginar? Yo recreo rincones, detalles del mobiliario, cortinas que caen, caminos escarpados, bibliotecas con pasadizos secretos que, justo, quedan sobre la habitación del abad. Me cuesta armar todo el escenario, esa tarea mágica que los directores de arte te dan en bandeja. Por ahí pasa el hipnotismo del cine, uno no tiene que imaginar: la versión del director está ahí, para consumir ya. A la vuelta del trabajo, al terminar la jornada (aunque haya sido en tu casa) o cuando los nenes se van al jardín, una película, si es comedia mejor, te suministra la dosis de electrones necesaria para seguir. 

Además, una película se puede ver en compañía, en cambio el libro  sigue siendo un placer en solitario.  


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